miércoles, marzo 23, 2016

'Batman v Superman. El amanecer de la justicia', gozoso despropósito

Zack Snyder ha optado por un camino complejo y ha transformado al más luminoso de los superhéroes en un figura oscura, nolanizada y quizá exageradamente compleja. Lo hizo en El Hombre de Acero, una película más que interesante, pero con muchos altibajos. Y Snyder es verdad que ha tomado nota de sus errores. Todos los personajes que había en aquella y que reaparecen en Batman v Superman. El amanecer de la justicia parecen haber mejorado. Y todo lo nuevo resulta, como poco, bastante atractivo. Pero la película es un despropósito. Juega demasiadas cartas a la vez, quema demasiados conceptos, tritura un número demasiado amplio de cómics y trastea demasiado con la posibilidad de un universo expandido que ya es real y que terminará de plasmarse este año con Escuadrón Suicida y, sobre todo, cuando llegue la ansiada película de la Liga de la Justicia. Pero hay demasiada prisa. Sencillamente, demasiada. Y por eso la cosa no funciona tan bien como debiera.

El caso es que Snyder juega buenas cartas. Arranca la película, secuela directa de El Hombre de Acero por mucho que se haya querido jugar a decir que no, con una secuencia doble muy potente que deja a las claras que esta, en realidad, es sobre todo una película de Batman hasta que la acción, sorprendentemente muy ausente a lo largo de todo el metraje, se desboca en los dos clímax finales, brillantes e intensos en muchos aspectos, en realidad las dos escenas anticipadas por los trailers que cualquiera que pague una entrada de Batman v Superman está deseando ver. Lo demás, una complicada construcción para dar base a que el Caballero Oscuro y el Hombre de Acero estén enfrentados durante toda la película que el guión acaba diluyendo entre esas dos secuencias de gran envergadura. Y saliendo del cine con el espléndido sabor de boca que dejan clímax y epílogos, lo cierto es que no basta para que la película alcance el nivel que podía anticiparse.

Y es una pena, porque la posibilidad de hacer algo mejor estaba ahí. Los temas que trata el filme, incluso alguno imposible de analizar sin caer en spoilers, son fascinantes. Pero a Snyder se le va la mano en muchos sentidos. La película, como ya es costumbre en el género, cae en un galimatías argumental en el que las cosas suceden porque sí y el tiempo y el espacio se saltan todas las leyes físicas de nuestra realidad para que todo acabe encajando. Hay muchas absurdeces de este tipo como para no lamentarlo. Eso puede no suponer gran cosa para quienes se centren en los personajes y en esas dos grandes batallas finales, pero importa, porque lastra buena parte de la propuesta del filme. Y eso que Batman se adueña de la película mientras Superman mejora al personaje de la película precedente, Jesse Eisebnberg compone un formidable Lex Luthor y la Lois Lane de Amy Adams, el Perry White de Laurence Fishburne o el Alfred de Jeremy Irons son geniales.

Por eso es gozoso, porque lo bueno que tiene que ofrecer Batman v Superman es francamente bueno, entretenido e incluso fiel a los personajes, siempre eso sí desde una vertiente oscura que no todo el mundo entenderá con la misma facilidad. Pero es un desporpósito porque comete errores de bulto. Es complicado entender que una película de esta envergadura apenas ofrezca acción hasta su tramo final. O que en un filme titulado Batman v Superman los momentos más brutales los protagonice la Wonder Woman de Gal Gadot, sensacional aportación al panteón del universo DC que bien hubiera merecido un espacio en el título y en el cartel del filme. Las comparaciones son odiosas, pero sigue dando la impresión de que hay muchas ganas de alcanzar el mismo estatus que Marvel se ha ido fraguando con un número importante de películas y Snyder, ya con casi cinco horas de historia, parece haber quemado cartuchos demasiado importantes como para seguir en una casilla de salida. El amanecer de la justicia aprueba, pero por desgracia sin alardes.

'Resucitado', Semana Santa de saldo

Asumamos que Resucitado tiene un punto de vista original a la historia de siempre, la historia de Jesús tras ser crucificado hasta la muerte y de cómo regresó para inspirar a sus fieles apóstoles en la enseñanza del cristianismo. Una vez hecho ese ejercicio, se acabó todo lo positivo que se puede decir de la película. Por mucho que hayan pasado muchos años desde su época de gloria, da hasta cierta pena ver a Kevin Reynolds, director de la muy entretenida Robin Hood, príncipe de los ladrones y de la injustamente menospreciada Waterworld, ambas con Kevin Costner, no sólo como director de este filme de Semana Santa de saldo, sino también como su coguionista. Pero es que incluso asumiendo que es una producción que se ha hecho con cuatro duros, la película no consigue enganchar de ninguna de las maneras.

Efectivamente, el comienzo no es malo del todo. Resucitado, a pesar de su título, sigue las andanzas del tribuno que investiga qué sucedió con Jesús tras salir de su entierro. Jesús es, por tanto, una figura secundaria, pero Reynolds no consigue que tenga la fuerza necesaria ni en su presencia (ojo al final de la película, un efecto visual tan pobre como desconcertante) ni en su ausencia. Y si lo que tiene que ser el eje central de las preocupaciones y dilemas del protagonista no adquiere el poder necesario, toda la película se tambalea, hasta el punto de que es muy difícil de seguir incluso cuando da un giro radical y la cuestión pasa de ser un asunto romano a uno personal. La película acaba perdiéndose en una necesidad casi irrefutable de creerse lo que está contando en lugar de, simplemente, contarlo bien. Eso no lo hace.

Joseph Fiennes, protagonista del filme, hace lo que puede con su personaje, viendo cómo le rodean diálogos a veces absurdos y a veces repetitivos (¿cuántas veces se dice "Pilatos te reclama", como si no hubiera otra forma de provocar diálogos entre dos personajes?). Se asume que la película no busca ser épica, como otros grandes títulos de corte religioso que todas las Semanas Santas vemos por televisión, pero en realidad lo que ofrece es demasiado pobre. Hubiera sido mejor asumir esa escala y no incluir, por ejemplo, una escaramuza que casi parece una batalla de patio de colegio o esa escena de búsqueda de Jesús que casi parece un escondite también infantil y que acaba con una sensación casi alucinógena, la de unos protagonistas tan embriagados de felicidad que casi parecen fuera de la realidad.

Reynolds ni siquiera sabe imprimir ritmo a la película, tampoco a las poquísimas escenas intensas que hay en el relato, y la película cae en demasiados momentos en un exagerado aburrimiento. No interesan los diálogos, no se sabe muy bien qué papel juegan en esta historia el propio Pilatos o el personaje de Tom Felton, una especie de ambicioso segundo oficial al que se despacha sin desarrollarle. Resucitado no pasa el corte porque, en realidad, tampoco aspira a pasarlo. Se conforma con esa originalidad del punto de partida y después se hunde al asumir su escasez de miras, su pobreza presupuestaria y su escasa profundidad emocional o narrativa. Y no es cuestión de medios, porque manteniendo la escala desde luego se podría haber hecho una película mucho más interesante de la que ha firmado Reynolds con aburridas escenas de interrogatorios, persecuciones sin garra y personajes más bien planos.

viernes, marzo 18, 2016

'Calle Cloverfield, 10', el ingenio no es infinito

La clave para entender todo lo que hay alrededor de Calle Cloverfield, 10 es el ingenio. Hay mucho en la forma en la que la película nos ha llegado, prácticamente sin que nadie se haya enterado de su rodaje, su producción o su historia. Vamos, que es la prueba de lo perfectamente posible que es llamar la atención sin necesidad de incorporar spoilers a las estrategias de márketing. Hay ingenio, aunque ya más moderado, en la estructura de la película, que construye la historia por un lado y por un género para acabar en otro lado y en otro género completamente diferente. Pero hay menos a la hora de hacer que todo el entramado funcione. Entretiene, por momentos incluso parece elevarse más de la media, pero al final el ingenio no es infinito y Calle Cloverfield, 10 no es un producto tan original como parece a priori. Ya lo hemos visto, y es una fórmula que tiene un rápido desgaste.

Aunque contar la historia de Calle Cloverfield, 10 es un problema (la película está pensada para ir descubriéndola poco a poco, así que contar algo de su sinopsis ya parece una traición a la misma esencia del filme), sí se puede hablar sin problemas de las sensaciones que deja una cinta que, en realidad, tanto da que esté vinculada o no a Monstruoso (Cloverfield era su título original) aún partiendo de un secretismo similar. Y la principal es que a Dan Trachtenberg, que es el director del filme y no J. J. Abrams a pesar de que todo el mundo se empeñe en atribuirle todo el mérito (o el demérito), en una jugada que recuerda a la paternidad atribuida a Joss Whedon de La cabaña en el bosque, no consigue transmitir toda la fuerza que necesita la historia a lo largo de sus algo demasiado extensos 103 minutos.

Las sorpresas, en realidad, no son tan sorprendentes como tendrían que ser, con lo que el peso de Calle Cloverfield, 10 se sustenta en su trío de actores, Mary Elizabeth Winstead, John Goodman y John Gallagher Jr. Y entre ellos, sobra decir que es Goodman quien se lleva todas las atenciones, no sólo por el imponente físico y su respiración casi enfermiza que se convierten en parte esencial de su trabajo actoral, sino también porque es, con diferencia, el personaje más interesante de los tres. Los intentos de hacer que los otros dos se sitúen a su altura son, probablemente, los que llevan a la película a alargarse de forma innecesaria, cuando el foco tendría que estar puesto en el misterio, en la tensión y el choque entre unos personajes que viven una situación límite y que no termina de verse como tal en algunas escenas. Las que funcionan son las que hacen que el filme sí tenga interés, pero el conjunto es irregular.

Y dicho esto, ¿cómo explicar de qué va Calle Cloverfield, 10 sin reventarla? Basta decir que es una historia de supervivencia de tres personajes en un entorno cerrado. Las causas del encierro y los porqués de cada uno de los tres para estar allí es algo que merece la pena ir descubriendo poco a poco en el filme, es, de hecho, uno de los principales puntos de interés. Pero en el fondo todo está prácticamente claro desde el inicio. Pasada la primera sorpresa, lo mejor es dejarse atrapar por la intensidad de Goodman como guía. A través suyo sí que hay momentos de tensión. Pero la película se pierde en la autosatisfacción. Da la impresión de que todos sus responsables, sea Trachtenbegr, Abramso los dos, se sienten demasiado inteligentes con lo que están haciendo. Y esta vez no, el ingenio no es tan desbordante como en la ya mencionada, limitada y muy mareante Monstruoso o con esa joya que es Super 8, por citar títulos relacionados con Abrams de pretensiones similares.

'El cuento de la princesa Kaguya', sorpresa visual

Con El cuento de la princesa Kaguya, Ghibli rinde homenaje al texto más antiguo de la literatura japonesa que ha llegado hasta nuestros días. Isao Takahata, director del filme, ejecuta un cuento mágico, que funciona mucho mejor en su primera mitad que en una segunda en la que el rumbo de la película no parece ser fácil de seguir, y que destaca sobre todo por un aspecto visual único y original, con una animación excelsa para mover figuras en las que se ve el trazo del lápiz sobre fondos inacabados de forma consciente y pensada. La simpatía inicial y la magia que tiene la historia crecen gracias a la técnica escogida para construir el filme, pero al final acaban pesando y mucho no sólo los 137 minutos que dura la cinta, muy excesivos y coronados por un extrañísimo y fantasioso final, que no termina de encajar en la propuesta, incluso aunque su origen sea evidentemente fantástico.

La princesa Kaguya del título brota de una planta de bambú con la forma de una pequeña princesa que de pronto se convierte en un bebé que crece a una velocidad anormal hasta llegar a ser una extraordinaria, bella e inteligente joven. Con esa premisa, casi resulta chocante que un final que se salte las fronteras de la realidad pueda estar fuera de lugar, pero no es por el qué sino por el cómic. El cuento de la princesa Kaguya hace una clara apuesta por lo terrenal, por las emociones, por los sentimientos, en especial los de su joven protagonista pero también los de un buen grupo de secundarios, empezando por sus padres adoptivos o los de algunos de los chicos que viven cerca de ella y la ven crecen, sobre todo Sutemaru, el mayor del grupo. El final se desborda precisamente cuando lo más cercano se ha apoderado ya del todo de la historia, cuando los mitos se desmontan y cuando la trama que cobra fuerza es la del matrimonio de la chica.

Antes de llegar a ese punto, la historia sí convence, divierte y conmueve. Y lo hace sobre todo por su aspecto. Takahata hace de Kaguya un personaje con el que se establece una conexión inmediata. Sucede dentro de la película, donde parece que todo aquel que se acerca a la princesa queda cautivado por ella de una u otro manera, y también fuera. Con el bebé es imposible no reírse, con la niña es casi obligado divertirse y con la joven es tremendamente fácil emocionarse, tanto cuando está aprendiendo a comportarse como una mujer adulta como cuando se rebela a su destino de casarse con algún pretendiente al que no conoce. El trazo, el color, el aspecto luminoso de cada plano es una auténtica delicia, e incluso desconectando de la historia la técnica es tan fascinante que la película se convierte en un espectáculo digno de admirar.

El cuento de la princesa Kaguya no desentona en absoluto de la tradición de Ghibli, y es bastante verosímil que los adoradores del estudio japonés disfruten enormemente con este filme. Para quien no lo sea, y no esté acostumbrado a la pausada narrativa japonesa, quizá el resultado final sea algo demasiado largo, poco usual en películas de animación occidentales. Es fácil pensar en escenas que podrían haberse quedado en la sala de montaje o en el mismo guión, porque parecen redundantes en algún caso o porque ralentizan el tiempo de la película, algo confuso aunque se apoye en la voz de un narrador. Con todo, una película bonita en casi todos sus aspectos y probablemente única hoy en día por su técnica de animación, sublime en momentos como la carrera de Kaguya, con el uso de los ropajes o incluso en su onírico desenlace.

'El recuerdo de Marnie', trampa tan preciosista como sensiblera

La marca del estudio Ghibli pesa mucho y normalmente provoca que sus películas reciban valoraciones entusiastas, en las que no se suele prestar atención a los defectos de sus títulos. El recuerdo de Marnie, que estuvo en el quinteto de filmes de animación nominados al Oscar en dicha categoría hace apenas unos días, encaja perfectamente en esa calificación. El segundo filme de Hiromasa Yonebayashi es una preciosista muestra de lo que es capaz de hacer el mítico estudio japonés, convincente en todas sus imágenes y en todos sus diseños. Pero, al mismo tiempo, es un filme que cae en dos problemas fundamentales. Por un lado, confunde la sensibilidad con la sensiblería. Por momentos se compra la propuesta con facilidad, en su conjunto es difícil hacerlo. Y por otro, es una película tramposa, que no sabe manejar sus mejores elementos.

El punto de partida del filme, basado en la novela de la británica Joan G. Robinson, es atractivo. Una joven de doce años, Anna, tímida, sin amigos y enferma de asma se marcha a pasar una temporada con sus tíos, lejos de la gran ciudad, para mejorar de sus problemas médicos. Allí conocerá a Marnie, una niña rubia, casi etérea, con la que entablará una intensa relación desde el principio. ¿Primer problema? Que no es nada difícil intuir cuál quiere ser el sorprendente final de la historia, y eso hace que Yonebayashi lleve a sus personajes siempre por un camino marcado y señalizado, rompiendo claramente las barreras de la realidad y dejando al espectador sin intriga y sin alternativas. A pesar de que el de Anna, esa chiquilla tan peculiar, es un personaje adorable, el mundo que se construye a su alrededor es bastante tramposo.

Esas trampas, que se pueden entrever en toda la película y dificultan la credibilidad de la historia en su conjunto, se acumulan de una forma impresionante en el tramo final de la película. Para llegar hasta allí, la apuesta es la de un ritmo lento, cansino y que bordea el aburrimiento con demasiada frecuencia. Como tampoco parece haber hilo claro entre las secuencias y el paso del tiempo no está bien plasmado en la historia, es bastante sencillo desconectar de la historia. Muchas escenas sueltas sí funciona (la del baile, la del silo), pero la falta de pericia del director a la hora de finalizarlas (el recurso del sueño se repite una y otra vez) deja un sabor de boca bastante agrio y minimiza el efecto de los aciertos, como sucede también con el final de la película. Tampoco ayuda que haya demasiado diálogo, demasiada explicación y muy poca fe en el espectador para que sea él quien saque conclusiones.

Con El recuerdo de Marnie parece buscarse una emocionante historia sobre el pasado y el presente, pero la valentía de contar con una protagonista de doce años, que no es ya una niña pero tampoco se ha convertido en una mujer, para mostrar un relato emocionalmente tan intenso se queda por el camino. La ejecución no parece la adecuada. No se sienten como necesarios algunos de los secundarios que aparecen en la historia y no hay manera de justificar que la película se acerque tanto a las dos horas. La excelencia audiovisual de Ghibli sí está presente en todo momento, es una delicia ver cómo se mueven los personajes en el pequeño pueblo que acoge la historia, el espléndido trabajo de sonido y el gran diseño de protagonistas y de escenarios. Pero la historia excede con mucho el nivel de azúcar que necesita y ralentiza demasiado su desarrollo para enganchar sin fisuras.

viernes, marzo 11, 2016

'La serie Divergente. Leal', otra vez más de lo mismo

Empieza a ser difícil no mostrar ya un evidente hartazgo hacia las series juveniles de fantasía y ciencia ficción, convertidas ya en culebras interminables, sagas que se estiran más allá de lo recomendable y de lo necesario con el único propósito de arrancar dólares de las manos de los aficionados, sin darles siquiera productos dignos. La serie Divergente, que ya se presenta a sí misma con esa pompa, como si realmente fuera algo trascendente y no el limitado producto de consumo que es, era un derivado light de Los juegos del hambre desde el principio. Y llegando a la tercera entrega, todavía con una cuarta en el horizonte, desgaje habitual del capítulo final de esto que siempre son trilogías, el cansancio es absoluto. En realidad es capaz de dar el entretenimiento que pide un público ya entregado, pero el resultado es malo por pura desidia. Da igual hacer una película coherente, para qué gasta el tiempo en hacer las cosas bien, si haciéndolas así ya ganan dinero.

Robert Schwentke tomó el testigo de Neil Burger en la segunda película de la serie, Insurgente, y lo mantiene para esta tercera, aunque no estará detrás de la cámara en el capítulo final, Ascendant. La verdad es que da igual, porque el estudio sólo requiere a alguien que ponga un poco de orden para que la película esté lista a tiempo. Leal, en ese sentido, no ofrece grandes novedades. Si acaso, como suele suceder en estas series, lo que ocurre en esta película empieza a ser aquello que desde el primer filme se intuía que podía tener algo de interés y que la maquinaria hollywoodiense actual conforma en series en lugar de condensar lo necesario en prólogos para contar historias verdaderamente atractivas. Como historia de ciencia ficción, Divergente tiene matices interesantes que ya han quedado arruinados por la larguísima exposición, que para colmo todavía no ha acabado, y por el escasísimo cuidado puesto, especialmente en la segunda y tercera partes, en los detalles.

Habrá quien quiera detenerse únicamente en las peripecias de Tris y Cuatro, interpretados por Shailene Woodley y Theo James, quien quiera ver la evolución de los personajes de Naomi Watts y Octavia Spencer, los clásicos nombres de prestigio con los que se suele adornar el reparto de estas cintas, o con la aparición del personaje de Jeff Daniels, del que es mejor no saber nada para comprender así lo previsible que es su desarrollo desde el primer momento en el que se le vea. A quien haga ese ejercicio, probablemente Leal sí le proporcionará el entretenimiento que espera. Pero como se quiera ir más allá, comienzan los problemas. No sólo porque en realidad no haya nada sorprendente en este festival de correctos efectos visuales, sino porque hay tantos atentados a la verosimilitud, a las leyes de la física y al desarrollo de los personajes, que en el fondo no hay por dónde coger lo que se está viendo.

Pero, claro, si uno está dispuesto a creer que un muro puede detener una lluvia roja y supuestamente contaminante, que unos tipos disparando ametralladoras contra dos personajes al descubierto no son capaces de acertar pero luego tienen una precisión de francotirador en un disparo más difícil, o que los malos malísimos siempre estén dispuestos a dejar a los buenos en situación de arruinar sus planes, entonces da igual lo mal que se hayan hecho las cosas en Leal. Eso son sólo ejemplos de lo que es cotidiano. Las series juveniles no quieren esforzarse. Les da igual que estén rodando eventos absurdos y comportamientos estúpidos, porque no quieren pagar guionistas para que piensen formas inteligentes de solventar situaciones. Quieren exactamente lo que se ve en la pantalla. Y eso les da dinero. Por absurdo que sea, tanto lo que pasa en la pantalla en las sucesivas películas de Divergente como que nos conformemos con esta forma de hacer cine juvenil.

viernes, marzo 04, 2016

'Rock the Kashbah', por la diversión de Bill Murray

Bill Mrray, más que un actor, ya es un personaje. Cada vez es más evidente que le encanta interpretar a tipos de cierta edad, que pasan por un momento delicado en sus vidas o carreras profesionales, tramposos a más no poder, algo resentidos y con una pronunciada vis cómica. Salvo por los problemas profesionales, el perfecto retrato de Murray. Rock the Kashabh es un ejemplo más de esto que ahora se dedica a hacer Bill Murray. ¿Sorprende? Nada en absoluto. ¿Divierte? Sólo a ratos, porque Barry Levinson acaba haciendo una película extraña, a ratos seria, a ratos alocada, con personajes que entran y salen sin demasiada razón de ser. Y el caso es que, si no fuera por Murray, la película acabaría siendo una extraña y olvidable comedia sobre un agente de cantantes que se ve envuelto en una gira de una de sus representadas en Afganistán y que, por supuesto, acaba de la peor manera.

A Hollywood siempre le han gustado los escenarios exóticos para sus historias más rocambolescas y sus comedias más raras, pero encontrar en Afganistán un escenario para un filme que busca la gracia y el chiste es algo peculiar. Funciona a ratos, sobre todo porque la película se vuelca más en ese exotismo simpático, como si no fuera un país devastado por la guerra (algo que sólo se deja entrever en un par de instantes algo desconectados), que en la situación social, importa más lo tribal que lo político, la historia relacionada con la música que el propio escenario de ese país en concreto. Y sin desvelar nada de la trama, aunque las sinopsis y los trailers ya habrán hecho ese trabajo, la auténtica historia, la que de verdad importa, tarda muchísimo en arrancar, y necesita de una anécdota al final inservible para poner al personaje de Bill Murray en el escenario que se quiere contar. Pero Bill se lo pasa bien, así que todo lo demás no parece importar demasiado.

Y con Bill, el resto del reparto, con la puntual y difícilmente explicable aparición de Bruce Willis, la recortada presencia de Zooey Deschanel y el bastante superfluo personaje de Kate Hudson, y el protagonismo demasiado soterrado aunque en realidad clave de la actriz palestina Leem Lubany. Cuando ella se convierte en el centro de la historia, el tono cómico más amable se apodera del guión, incluso aunque sea ahí donde está la gran reivindicación social que esconde la película, eso sí, muy por debajo de la superficie que acapara Murray, casi única razón por la que Rock the Kashbah se ha llegado a hacer, por mucho que aporten algo de diversión el resto de personajes o la curiosa elección de los temas de la banda sonora (y a veces la mezcla de ambas, como la versión que hace el protagonista del Smoke on the Water de Deep Purple).

El lado musical contribuye a que el filme sea amable. Y curiosamente, aunque ahí está la clave para entender por qué demonios se ha hecho una película de fondo musical con Afganistán como escenario, eso mismo también hace que sea bastante olvidable, por mucho que el rótulo final quiera indicarnos que hay un hecho real que ha inspirado el filme. No basta, como tampoco basta ya ver a este Murray desinhibido y feliz de haberse conocido, que despierta risas puntuales pero en el que se deposita demasiada trascendencia dentro del filme como para no notarse las costuras en el andamiaje que tiene que sostener. Rock the Kashbah se deja ver con la misma facilidad con la que se acaba olvidando, demasiado ensimismada en el disfrute propio y olvidando quizá por momentos que al otro lado de la pantalla hay un espectador que necesita lo mismo y no termina de recibirlo.

'13 minutos para matar a Hitler', correcta pero insuficiente redención

A Oliver Hirschbiegel no le ha ido bien su aventura americana. Tras deslumbrar con El hundimiento, el realizador alemán hizo las maletas y se marchó a Hollywood. Su primer paso allí fue la casi desastrosa Invasión, que ni siquiera llegó a terminar. Después se ocupó de Diana, el fallido biopic sobre la Princesa de Gales que protagonizó Naomi Watts. Y ahora regresa a su país natal para encargarse de otra película que gira en torno al líder nazi, 13 minutos para matar a Hitler, un filme que entronca más con Valkiria, el filme que dirigió Bryan Singer sobre la más compleja operación para asesinar al führer, que con El hundamiento, aunque para Hirschbiegel sea casi un regreso a casa. Uno correcto, pero en realidad insuficiente, porque la película no termina de despegarse de una estructura que ya conocemos para sacar adelante una historia que no es en absoluto nueva.

Es desde ese punto de vista desde el que se puede considerar algo insuficiente lo que ofrece 13 minutos para matar a Hitler. La película funciona dentro de esa estructura de doble narración con la que se vive el presente de Georg Elser (Christian Friedel) una vez ha sido detenido por las fuerzas nazis y su pasado, el que razona su intento de acabar con la vida de Hitler. Al decir que es una película correcta, también se incide en ese aspecto, en que no hay riesgo, ni temático ni formal, el filme se desarrolla de la manera en que se puede prever desde el primer minuto y no hay ningún personaje que rompa ese aire previsible que se le presupone. Incluso da la impresión de que le falta algo de precisión narrativa, porque lo que acaba destacando tarda mucho en introducirse en la película, el mismo tiempo que, de hecho, tarda en arrancar la misma historia más allá de su prólogo.

No se puede decir que Hirschbiegel consiga que el filme sobrepase ese tono algo frío y academicista que le da desde la sobriedad de esa primera escena, y no parece aprovechar algunas de las ocasiones que le presenta la película, sobre todo la de la forma en la que los diferentes oficiales nazis reaccionan ante su cautiverio y sus interrogatorios (algo que queda en evidencia cuando la escena que hay tras la última elipsis temporal que tiene la película es, con diferencia, lo más interesante que
ofrece 13 minutos para matar a Hitler). Por esta parte, Burghart Klaubner, actor al que se ha visto en La cinta blanca, Goodbye Lenin! o El lector, añade enormes matices a la historia, con mucha más contundencia que la de nuevo correcta interpretación del protagonista, que encabeza un reparto que, otra vez, es correcto. Todo es correcto.

Y quizá ese sea el problema, que la historia que maneja es material mu adecuado para para encontrar rincones de empatía y sufrimiento y, por desgracia, el filme es demasiado descriptivo y muy poco emocional. Correcto, pero algo plano. De una pulcra y muy adecuada ambientación, pero por momentos cargado de momentos sin emoción e incluso algunos rozan la monotonía. No termina de producirse una conexión emocional clara y eficaz entre el hombre que tiene unos ideales y que, por el sufrimiento que provocan en su vida episodios que él vincula al régimen nazi, hasta el tipo que es capaz de idear un atentado contra Hitler, resistir interrogatorios y después, sin que se entienda muy bien por qué, dar de buen grado todas las explicaciones pertinentes. Hirschbiegel no supera del todo el bajón en su cine que le provocó cruzar el charco, por mucho que se mueva en un terreno tan conocido y que para él puede ser tan cómodo.