miércoles, junio 22, 2016

'The Program (El ídolo)', Frears retrata con acierto a un villano

Viendo el retrato del ídolo caído que supone The Program, la película con la que Stephen Frears ha recreado el ascenso a los cielos del ciclismo y el descenso a los infiernos de la vida de Lance Armstrong, es inevitable recordar otra cinta de la filmografía del director irlandés, la no demasiado reconocida Héroe por accidente. En ambas, Frears retrata a un oportunista, a alguien que saca partido de una situación en la que no estaba llamado a ser el protagonista. Pero si en aquella Frears adoptaba un delicioso tono de comedia capriana, en esta opta directamente por retratar a un villano, a alguien que conoce sus limitaciones y decide romperlas mediante la trampa. Un villano, eso si, por el que siente simpatía en algunas ocasiones, como en las escenas en las que lucha contra el cáncer o incluso cuando se enfrenta a la sanción que le va a apartar de lo único capaz de hacerle feliz, la competición, pero un villano en todo caso.

Y ahí, a pesar de la complejidad de llegar con acierto y profundidad suficiente a todos los temas que plantea, algo que no siempre consigue, es donde Frears tiene bastante éxito. Construye su villano con tanta precisión como tiene el plan de dopaje de Armstrong, probablemente la trama fraudulenta más elaborada de la historia del deporte moderno. Quizá lo más discutible de la mirada de Frears está en que, pese a esos momentos de acercamiento personal y emocional a Armstrong, falta un héroe en su relato. Tendría que haberlo sido David Walsh, el periodista que busca acabar con la leyenda fraudulenta del ciclista, en cuyo libro está precisamente basado el filme, pero su presencia no cobra tanta relevancia en la trama, a pesar del esfuerzo de Chris O'Dowd. The Program es, de hecho, Lance Armstrong de forma absoluta. Y, por tanto, es también Ben Foster. Muy pocos reproches se le pueden hacer a su atractiva composición de villano.

Foster asume esa condición de malo de la función desde el principio, desde la brillante escena de su primera etapa en el Tour de Francia, en la que sufre los rigores de la prueba más dura en la que ha competido y se forja su determinación de recurrir al dopaje, hasta el esplendido proceso de transformación en prácticamente un capo de la mafia. Quizá la película tiene un problema de tiempo, pero porque le falta. Quiere contar mucho y quizá algunos elementos quedan para los entendidos en el deporte, a pesar de que, como ya hiciera Ron Howard en Rush, consigue mutar toda la emoción deportiva del ciclismo en magia cinematográfica, con algunos planos bellísimos. Acaba claudicando, y recurriendo a las manidas imágenes televisivas, tanto de archivo como recreadas, y es ahí donde The Program pierde algo de fuerza visual. No demasiada, porque el trabajo tiene una factura impecable muy propia de un director que sabe mostrar muy bien en pantalla los conflictos internos de sus personajes, no sólo Armstrong en este caso.

Puede quedar la impresión de que The Program tiene un empaque menor del que podía esperarse, dado el tema que trata y los picos de calidad que tiene el filme, pero no se le pueden poner demasiados peros a Frears. The Program funciona como documento, pero sobre todo como historia. Es verdad que prescinde de algunos elementos, como la vida familiar de Armstrong, apenas esbozada en dos escenas, o que incluso el antagonismo con Walsh se quede mucho más en la superficie de lo que apuntaba el filme, dado que la primera gran escena del mismo es precisamente el primer encuentro entre ambos. Puede ser. Pero la cinta funciona francamente bien, incluso sin conocer absolutamente nada de la leyenda de este inmenso fraude. Cuando se acaba The Program es inevitable pensar en lo podrido que está el mundo en el que vivimos y en los pies de barro que tienen tantos ídolos de nuestro tiempo. Y Frears, incluso con algún maniqueísmo casi inevitable, lo capta francamente bien, sacando partido a unos diálogos formidables.

viernes, junio 10, 2016

'Dos buenos tipos', Shane Black en su salsa

Ha pasado mucho tiempo desde que Shane Black colocó su nombre, en el lejano 1987, en los créditos de Arma letal como su guionista. Y casi treinta años después, Black, ahora director y escritor, firma Dos buenos tipos, la que probablemente sea su película más auténtica, un divertidísimo thriller de misterio, una buddy movie extravagante, un potente regreso a los años 70 y una sobrada de película en todos sus aspectos (ojo a la secuencia onírica... ¡o a Nixon!) que se convierte en el compendio más exquisito de todo lo que ha venido haciendo Black a lo largo de su carrera. Tiene la violencia y la chispa de los diálogos de El último boy scout, la trama de investigación de la mencionada Arma letal, tintes de comedia como los de El último gran héroe aunque sin llegar a sus cotas de caricatura o el atrevimiento de Iron Man 3. Y con dos actores tan metidos en faena como el propio Shane Black para que la diversión sea total.

De alguna manera, viendo el escenario, la historia y el contexto, es inevitable pensar que todo lo que en Dos buenos tipos funciona francamente bien es lo que no terminaba de encajar en la mucho más pretenciosa Puro vicio, de Paul Thomas Anderson. Y es que Black no tarda más que unos pocos segundos en ganarse toda la atención del espectador, mezclando una actriz porno, una travesura erótica infantil y un espectacular y extravagante accidente. Luego es cuando entran en acción los dos buenos tipos del título, que precisamente son de todo menos buenos tipos. Un matón a sueldo que se dedica a patear a quienes se acercan a jovencitas y un detective privado venido a menos por su cara dura y por su afición al alcohol que además tiene una hija casi adolescente se convierten en la mezcla ideal para la fórmula de buddy movie que Black hizo arte en el guión de Arma letal. Parece mentira que tantos años después siga teniendo cogido el punto a esa dinámica.

Sobra decir que buena parte del éxito de esta fórmula en Dos buenos tipos radica en que Black ha escogido a Russell Crowe y Ryan Gosling, dos actores sensacionales, capaces además de meterse en la piel de personajes tan diversos que este guión es para ellos un caramelo que no podían desaprovechar. Y no lo hacen. En absoluto. Ni en la comedia ni en la acción, pero tampoco cuando la película se adentra en los terrenos del drama, cuando los personajes adquieren un contexto que Black escribe magníficamente bien. Lo que parece increíble es que Dos buenos tipos tenga tantas cosas, se mueva a un ritmo tan elevado, proporcione tantos momentos delirantes y al mismo tiempo sea tan inteligente en el misterio que investigan los dos protagonistas (más bien tres, que gusto da ver a una actriz adolescente como Angourie Rice moviéndose con tanta naturalidad ante dos monstruos como estos).

Da gusto ver que directores que se mueven dentro de la comercialidad más evidente de Hollywood (¿acaso hay que entender como un mensaje oculto que Dos buenos tipos arranca detrás del logo de la meca del cine cuando estaba tan dejado en los años 70?), saben ser al mismo tiempo muy atrevidos. Dos buenos tipos entronca en un cine que muchos intentan y no tantos dominan, ese en el que el humor es negro, la violencia casi cómica y el envoltorio es el de una producción en el que todo el mundo parece habérselo pasado fenomenal entre amigos. Pero Black sobresale porque, además, es un tipo avispado. Conoce la fórmula. Y la aplica como nadie. Pero no parece una fórmula hasta que uno se para a pensar en ella. Porque mientras se está viendo, la diversión es tan absoluta que el espectador ni se da cuenta de que le han embaucado de una manera magistral. Black es un embaucador, eso está claro. Pero es uno de los buenos, de los que divierte y entretiene sin complejos y sin guardarse absolutamente nada. Y así da gusto.