lunes, febrero 29, 2016

Oscars 2016, cuando la anécdota vence a los premiados

Por mucho que guste dar palos a los Oscars en particular y a Hollwood en general, la ceremonia de entrega de las dichosas estatuillas suele ser una confirmación de lo bueno o lo malo que ha sido un año de cine. 2015 terminó con la sensación de que había más sombras que luces, y la gala lo confirmó. La Academia norteamericana ha acabado apostado por la anécdota antes que por los grandes premiados, por los récords y por las maldiciones antes que establecer a su mejor película como la gran ganadora de la noche. Porque fue Spotlight la película que se llevó el galardón principal, ¿pero alguien tiene la sensación de que fue realmente la ganadora? ¿Nos acordaremos dentro de unos años de que esta sensacional película fue la mejor de 2015? Lo más probable es que no, y a ello contribuye el hecho de que sólo ganara dos premios, el de película y el de guión original. Qué poco parece y, por desgracia, qué poco ayudará a que Spotlight permanezca en la memoria de los cinéfilos a pesar de sus inmensos méritos.

Por desgracia, la foto de la noche no ha sido esta, la del equipo y el reparto de Spotlight, todos ellos probablemente tan sorprendidos como el resto del universo cinematográfico cuando Morgan Freeman abrió el último sobre de la noche y leyó el título del filme de Thomas McCarthy. No creo que hubiera mucha gente que no esperara que en esa pequeña cuartilla estuviera escrito El renacido. Probablemente, Alejandro González Iñárritu ya estaba levantándose para verse nuevamente coronado después de la orgía emocional que supuso haber ganado el Oscar al mejor director por segundo año consecutivo por una película en la que lo que más destaca es su fotografía (la Academia logró otro de esos récords que tanto le gusta, tres premios seguidos para Emmanuel Lubezki) y sus actores (Leonardo DiCaprio, esta sí fue la foto de la noche, ganó el suyo, Tom Hardy no). Sólo Joseph L. Mankiewicz y John Ford habían ganado el premio dos años consecutivos. Con esa comparación sobre la mesa, o algo se está haciendo mal ahora o algo se ha hecho mal durante mucho tiempo.

La de DiCaprio es, probablemente, la mayor anécdota que ocultará el nombre de la tristemente sólo pseudoganadora de la noche, porque ya era la sexta tentativa del actor. El caso es que, por mucho sufrimiento que sea capaz de expresar en la pantalla durante las interminables dos horas y media de El renacido, no parece este su mejor papel, con lo que logrando la estatuilla por él ha entrado en el panteón de las estrellas compensadas, lo que supone una justicia pírrica para con él. Y seguramente no será el último Oscar que gane, con lo que, dentro de muchos años, su relación con la Academia, tormentosa hasta ahora (el actor se negó a acudir a la ceremonia en la que Titanic salió triunfal por no estar él nominado aquel año), será digna de analizar. Al menos no hubo un segundo Oscar de compensación en las categorías de interpretación y Sylvester Stallone se marchó de vacío. La estatuilla del mejor actor secundario se la quedó el brillante trabajo de Mark Rylance en El puente de los espías, y ver a Steven Spielberg puesto en pie fue fue uno de los grandes momentos de la noche.

Y es que fue una noche de momentos y de anécdotas. Porque como pensemos en una ganadora esa es Mad Max. Furia en la carretera, por la que la Academia ha mostrado un fervor sin precedentes para una película de género, hasta quedarse sólo por detrás de la multipremiada El retorno del rey. Hasta seis premios le entregó y por momentos dio la sensación de que la cosa iba a ir más allá para convertirla, con galones, en la triunfadora de la noche. Pero son seis Oscars. Los mismos, por ejemplo, que El Padrino II. El cine clásico muere en las comparaciones que deja esta ceremonia, de eso no hay duda. Lo que está claro es que a los académicos les va la marcha en cuanto al género se refiere, porque si no también resulta difícil entender el vacío a Star Wars. El despertar de la Fuerza, que perdió las cinco opciones que tenía. A Disney, por mucho que la exquisita Del revés de Pixar cumpliera con los pronósticos y se llevara el galardón al mejor filme de animación, no tuvo que hacerle gracia, pero las penas son menos penas con más de 2.000 millones de dólares recaudados sólo en cines y sin contar los miles de objetos licenciados que han vendido como churros.

¿Más perdedores? La gran apuesta es uno de ellos, porque sólo se llevó el primer premio por el que competía, el de mejor guión adaptado. Lady Gaga, sin duda, porque su actuación en la gala, ejecutada justo antes de que se diera el premio a la mejor canción, estaba pensada para que saliera del backstage a recoger el premio y se lo llevó la discutida canción de Spectre. Marte, Carol (ya olvidada en los premios principales) y Brooklyn confirmaron su anecdótica presencia en estos premios marchándose también de vacío. El puente de los espías, que no es lo mejor de Spielberg, logró más de lo que esperaba gracias a Rylance, y tanto La habitación como La chica danesa aportaron la frescura de la juventud con sus premios para Brie Larson y Alicia Vikander, las mejores actrices del año para la Academia. A la segunda incluso le alegró la velada al premio a los mejores efectos especiales para Ex Machina, su otra película del año y una gran sorpresa, pues fue la única categoría técnica además de la fotografía ya cantada para Lubezki en la que no triunfó Mad Max.

Al margen de los premios, llegamos a la gran anécdota de la noche, el boicot de la comunidad negra de Hollywood a la gala, el #OscarSoWhite del que tanto se ha hablado. Pues bien, fue el asunto monotemático de la histriónica conducción de la gala que hizo Chris Rock, centro casi exclusivo de su speech inicial, por supuesto objeto de su broma final, y paso obligado para todos los que querían hacer bromas en la gala. Cansino a más no poder. Alabemos, eso sí la capacidad de reacción de la Academia para convertir esta en la gala con más presencia de actores negros de la historia, con el propio Rock presentando, con Freeman dando el premio final, con muchísimos presentadores de esta raza y continuos planos al patio de butacas para buscar a sus representantes riéndose con las actuaciones del presentador. Hasta se puso bien visible a una violinista negra en uno de los números. Y, por supuesto, Spike Lee, promotor del boicot, apareció en el montaje que le mostraba recibiendo el Oscar honorífico. ¿Artificial? Sin ninguna duda. ¿Ayuda esto a la diversidad y a la igualdad? No, sólo al chismorreo, al chascarrillo y al debate estéril. Todo muy absurdo.

Y como el análisis de fondo no sirve, por eso la anécdota triunfa. Por eso lo mejor fue ver sobre el escenario a C-3PO, R2-D2 y BB8 rindiendo pleitesía al meganominado John Williams, y por desgracia megaperdedor, no lo olvidemos, ganar cinco de 50 nominaciones no es precisamente un gran dato para el que puede ser el mejor compositor de la historia del cine, por mucho que su derrota ante el nonagenario Ennio Morricone estuviera también cantada. Otro Oscar más de compensación, viendo la poquísima música suya que suena en Los odiosos ocho, por muy grande que sea el tema que ha compuesto para el filme de Quentin Tarantino. O la presencia como presentadores de Woody y Buzz, los míticos personajes de Toy Story recordándonos que llevamos veinte años adorándolos. Y es que esta vez no hubo apenas discursos emocionados, destacando el de Pete Docter con el mensaje más bonito de la noche, arengándonos a todos para crear, para hacer cine, para escribir, para dibujar, porque eso puede cambiar el mundo. Aunque luego no ganes un Oscar por ello.

viernes, febrero 26, 2016

'Brooklyn', un bonito sueño americano

El sueño americano es la base de incontables historias de ficción, y es un arquetipo que sigue funcionando francamente bien. Brooklyn es otro ejemplo más. Es la historia de una chica irlandesa que, viendo el poco futuro que tiene en el pequeño pueblo en el que vive, trabajando unas pocas horas en la tienda de una avara y desagradable mujer, decide emprender el camino al Nuevo Mundo, donde su vida cambiará por completo. John Crowley, director de escaso y poco popular bagaje hasta la fecha a pesar de que ha tenido repartos con nombres de lo más interesante, firma una película modélica, una de esas historias bonitas de ver, emocionantes de sentir y que dejan una impecable sensación de buen cine cuando acaban no sólo por su estilo clásico sino también por el espléndido perfilado de cada personaje y por su agradable sentido del humor.

Brooklyn deja, no obstante, una sensación curiosa, y es que durante muchos momentos parece mucho más apasionante lo que rodea a Eilis, la chica interpretada con muchísimo acierto por una impecable Saoirse Ronan, que la propia protagonista del filme. Sucede en la primera mitad larga, la expresión clara de ese sueño americano que motiva la película, su adaptación a la ciudad de Nueva York, cuando sobresale primero ese cónclave de jovencitas que viven de alquiler en la casa de la señora Kehoe (una encantadora y muy divertida Julie Walters) durante unas escenas en la mesa que son, de largo, lo mejor de la película; después, con el entorno laboral en el que trabaja en Nueva York; también con la presencia de Jim Broadbent, dando vida al cura que ayuda a esta joven en Estados Unidos; y finalmente con la aparición de Emory Cohen, tan brillante como sincera.

Es en la segunda mitad del filme, cuando las circunstancias obligan a que esa nueva vida tenga que cambiar de nuevo, cuando la película se centra ya definitivamente en Eilis. Y ese fragmento, siendo también más que estimulante, lo cierto es que supone un ligero bajón en el filme. Quizá sorprende porque los toques de comedia realista desaparecen casi de golpe. O quizá sea justo lo anteriormente mencionado, que todo lo que da brillo y lustre a la vida de Eilis queda algo aparcado por razones obvias y que no procede desvelar para no arruinar los giros del filme. La diferencia entre un escenario y otro del filme no empaña la sinceridad, la nobleza y la categoría que encierra Brooklyn, y que encuentra un fantástico final que confirma que, efectivamente, lo que narra ese relato, basado en la novela de Colm Toibin y adaptado por Nick Hornby, es que el sueño americano es real.

Brooklyn basa su fuerza en sus espléndidas interpretaciones y en una magnífica ambientación. Entre ambos aspectos, es francamente fácil sentirse atrapado en la vida, los sueños y los anhelos de esta jovencita irlandesa. Puede parecer poca cosa, algo muy modesto para encandilar de una manera tan absoluta, pero la dirección de Crowley, que siempre parece saber en qué personaje se tiene que centrar para que las sensaciones funcionen. Y de esta manera, Eilis se convierte en alguien tan cercano que, en realidad, el final de la película no impide al espectador seguir acompañándola un rato más. Eilis se queda en la memoria. Como Tony, ese joven italiano que aspira a su corazón y que casi convierte la película en una entrañable versión realista de La dama y el vagabundo. Brooklyn, en su sencillez, es deliciosa. Y eso, que parece fácil de conseguir, es en realidad una cualidad a valorar con firmeza.

'13 horas. Los soldados secretos de Bengasi', Michael Bay se quiere

A estas alturas ya es indudable que Michael Bay no va a cambiar su forma de hacer cine. Guste o no, y debe de gustar a bastante gente si sus películas siguen amasando montañas de dinero, esperar algo diferente es ya absurdo. Por eso, es fácil saber qué se puede esperar de 13 horas. Los soldados secretos de Bengasi, que no es más que otro alargado espectáculo de fuegos de artificio, patriotismo y personajes planos. Ni más, ni menos. Traducido, eso quiere decir que quien haya disfrutado con la forma de rodar de Bay en películas como Dos policías rebeldes, La roca, Pearl Harbor o Transformers lo más probable es que también disfrute con 13 horas. Quien esté cansado de esa manera de entender el cine, se puede dar por seguro que encontrará momentos de aburrimiento entre los numerosos disparos y explosiones que jalonan los larguísimos e innecesarios 144 minutos que dura este último trabajo de Bay.

Lo que está claro, y hasta se permite el lujo de dejarlo caer en uno de los diálogos de la película, es que Bay ha querido hacer su Black Hawk derribado. Y 13 horas se queda francamente lejos del filme de Ridley Scott, quien sí supo trazar un brutal retrato de la guerra moderna, emocionante y e intenso. Bay logra en algún que otro momento de su película sensaciones cercanas a las de ese clásico moderno del cine bélico, pero se pierde precisamente por meterse en jardines que no domina. Si hubiera rodado las 13 horas de las que habla el título, el asedio que vivió una base norteamericana en Libia por parte de los guerrilleros locales, la cosa habría mejorado. Y se habría recortado. Pero eso no comienza hasta los 45 minutos de película, y además a Bay le entran ínfulas de grandeza y quiere explorar la psicología de los personajes cuando son roles planos y repetitivos.

Sí se puede agradecer que el director haya aparcado la habitual vis cómica que suele introducir en sus películas y que aquí no sólo hubiera estado fuera de lugar sino que además habría arruinado por completo su tentativa de hacer una película realista. Pero no es suficiente, precisamente porque se le escapa la narración de la película en demasiados momentos. Si bien el escenario y la ambientación son notables, de largo de lo mejor del filme, la simpleza de los personajes, su escasa originalidad y lo mal insertados que están algunos de los momentos supuestamente más emotivos y personales de un reparto sin estrellas encabezado por John Krasinski y James Badge Dale, hace que esta tentativa de madurez se quede en el camino. Todo eso es lo que sobra en 13 horas, y sorprende que Bay incida en ello tantas veces. ¿Cuántas veces quiere justificar las emociones de los personajes en la familia que han dejado los soldados en Estados Unidos? Demasiadas.

El tema es que Michael Bay se sitúa más allá del bien y del mal. Se quiere, y probablemente se quiere demasiado, y eso le lleva a ofrecer en 13 horas un compendio de planos y recursos que ya ha mostrado en otras películas (calcar el plano cenital con la caída de una bomba que ya vimos en Pearl Harbor es la punta del iceberg). Pero como es verdad que hay gente que quiere su cine con tanta intensidad como él mismo, lo más normal es que la película funcione. Como quiere tocar la fibra sensible, la patriótica, la más norteamericana, es probable que convenza a mucha gente. Pero lo que nadie podrá negar es que 13 horas es Michael Bay en estado puro, eliminando únicamente los chistes que le ha dado hasta a robots transformables que quieren aniquilar la Tierra. Y como puro Michael Bay que es, como puro Michael Bay se le juzga.

'El bosque de los suicidios', torpeza de terror

Hace algunas semanas se dio publicidad al parecido que dos películas de Hollywood tenían con sendos cómics del escritor español El Torres, ambos maravillosamente dibujados por Gabriel Hernández. El velo, con Jessica Alba, es el más conocido. El bosque de los suicidios (el tebeo es El bosque de los suicidas, y el título original del filme es, simplemente, The Forest), llega antes. Dado que nadie se ha molestado en pagar derechos al autor, es hasta gratificante comprobar que la cinta del debutante Jason Zada está lejos de la categoría del cómic y que su historia no tiene más punto en común que el escenario real, el bosque de Aokigahara, junto al monte Fuji. Lo que en las páginas impresas es inteligente y terrorífico, en la película es torpe e incapaz de explorar las posibilidades del género. El Torres y Hernández logran que ese bosque tenga una importancia capital en su relato, mientras que en la película podría ser cualquier lugar. La diferencia, sobre todo, es de talento.

En El bosque de los suicidios hay poco. Pero es que además hay desgana. El terror es un género que, en el cine, es un triste moribundo. Sustos sin sentido (la escena del pasillo en el hotel es de traca), tensión innecesaria (¿por qué hay música pretendidamente ominosa en los planos iniciales de la película, en Tokio, como si en la ciudad fuera a pasar algo?), dejadez absoluta en los detalles (¿de verdad se internan en un bosque que todo el mundo sabe que es peligroso y en el que tan fácil es perderse sin agua, un par de barritas energéticas y la linterna de un móvil cuya batería debe de ser eterna?) y poquísimo terror (lo cual se explica, por ejemplo, en que se han eliminado escenas que sí aparecen en el trailer), concentrado además en un acto final lleno de trampas y preguntas sin resolver. Lo triste no es que la película haya salido mal, sino que da la impresión de que esto es lo que se quería hacer, alcanzando un mínimo para sacar algo de dinero en la taquilla y nada más.

Es una pena que la estimulante Natalie Dormer, la cara conocida (gracias a Juego de tronos) que una película de esta calaña siempre coloca al frente del reparto (sorprende que no se explote su presencia en los carteles), no tenga algo más a lo que agarrarse en esta historia, en la que da vida a dos hermanas gemelas, una de las cuales ha desaparecido en el mencionado bosque de Aokigahra, mientras que la otra emprende viaje para buscarla, con el convencimiento de que sigue viva. La torpe recreación del pasado que quiere dar justificación a sus posibles tendencias suicidas es otro de los problemas que tiene una película en la que unos personajes planos desde el guión no sugieren la más mínima empatía, por mucho que Dormer ponga todo su empeño. Los giros absurdos del guión, que al final no importa si son imaginaciones o realidades, añaden todavía más desconcierto a una película de terror que fracasa sobre todo en eso, en generar terror.

El bosque de los suicidios es el perfecto manual de la deriva que azota al género desde hace ya demasiados años. El caso es que sigue funcionando, porque al ser películas relativamente baratas, casi siempre consiguen recuperar la inversión e incluso ganar dinero. Pero eso no puede ocultar la desidia con la que se hacen. Zada tiene unos créditos escasísimos como para no dudar ya desde el principio de las posibilidades de un filme que apenas puede presumir de virtudes. Ni da miedo, ni sabe aprovechar el sensacional escenario escogido, que según la versión oficial fue idea de David S. Goyer, que ejerce de productor del filme, ni siquiera tiene un final desasosegante... Sólo la persistencia de Dormer por hacer algo creíble sostiene mínimamente un proyecto condenado al fracaso. O al suicidio. Pero el caso es que, a pesar del desastre, la taquilla responde. Qué difícil es explicar el porqué.

'Tenemos que hablar', una serie de catastróficas desdichas

Por Sonia Rodríguez Fernández

Con una línea argumental bastante trillada, llega Tenemos que hablar. David Serrano, director de Una hora más en Canarias, nos presenta una caótica comedia bastante predecible. Como pareja protagonista nos encontramos a Michelle Jenner y Hugo Silva, acompañados por el amigo de este, Ernesto Sevilla, y los padres de ella, Verónica Forqué y Óscar Ladoire. La película nos cuenta cómo Nuria, interpretada por Jenner, y Jorge, el papel de Silva, son unos novios perfectos y él, trabajador de banco, da una serie de consejos a sus suegros, llevándoles poco a poco a la ruina y, por el camino, destrozando ambos matrimonios. Dos años más tarde, ella ha seguido adelante con su vida junto a Víctor, interpretado por Ilay Kurelovic, con el que va a casarse y para lo que necesita el divorcio con Víctor.

A partir de aquí, una serie de malentendidos y catastróficas desdichas, a cada cual más absurdo que el anterior, hacen que la trama se complique hasta un punto que hace que nos preguntemos cómo hemos llegado hasta aquí. Nuria, que necesita el divorcio, llama a Jorge para decirle "tenemos que hablar" y desde este momento todo pierde el sentido: Jorge se cae por una ventana, lo que hace creer a Nuria, junto con otros momentos comprometidos, que su antigua pareja se quiere suicidar por ella, por lo que intentará de todo, buscarle un trabajo o reconciliarle con sus propios padres, para que este no pierda las ganas de vivir. Para ello enrolará a todos a su alrededor, como sus padres, los cuales no quieren ni oír hablar de Jorge, para que participen en esta charada hasta toparnos con un final igual de absurdo y por todos esperado.

Con golpes de humor que a veces son acertados y otras veces pasan desapercibidos, la película se puede considerar entretenida para pasar una tarde pero poco más. Verónica Forqué, sin duda lo mejor de la película desde su papel secundario, hace reír con su naturalidad de siempre, que tan famosa se hizo por ejemplo en Pepa y Pepe. En contraste nos topamos con un Ernesto Sevilla que se desenvuelve con una actitud idéntica a la que que usaba en aquella Muchachada Nui, con los mismos chascarrillos de entonces. Eso hace que su personaje parezca forzado y pierde así gran parte de su gracia. En cambio, a aquellos a los que les guste ese estilo de siempre estarán en su salsa con su actuación.

Por su parte, la pareja protagonista, Jenner y Silva vuelven a demostrar esa química con la que ya se desenvolvieron en Los Hombres de Paco, la serie que en su momento tantas alegrías nos dio. Jenner, muy bien en su papel, demuestra que desde que se estrenara esta serie, hace ya una década, ha progresado mucho en sus dotes interpretativas. Silva, eso sí, se muestra demasiado artificial, demostrando que se le dan mejor las comedias más sutiles o papeles más serios como los de El cuerpo o Musarañas. No hay que olvidarse del tercero en discordia, Ilay Kurelovic, un desconocido actor argentino que demuestra una muy notable actuación como novio incomprendido. Definitivamente, una comedia española más para el olvido.

viernes, febrero 19, 2016

'Deadpool', divertida pero menos gamberra de lo que debiera

Hay mucha diversión en Deadpool. Muchos diálogos ingeniosos, mucho de las características que el personaje tiene en el cómic, mucha violencia desatada y mucho ritmo en una película que va como un tiro. Pero al final, cuando se encienden las luces, uno se da cuenta de que la historia que envuelve esos desternillantes y muy brillantes momentos es muy poquita cosa y que, en realidad, la película se acerca muchísimo más de lo wue quisiera al cine de superhéroes que aparentemente se propone criticar. Lo más normal es que esto sea un síntoma de conservadurismo, una forma de rebajar el gamberrismo y las muchas muertes violentas que hay en su metraje y hacer que todo sea algo más aceptable. Pero eso mismo rebaja también el alcance de una película que invita a pasárselo muy, muy bien pero que destaca por detalles puntuales, no por su concepto ni por su historia. En otras palabras, no es tan gamberra como debiera haber sido pero convence lo suficiente.

La sensación que predomina es la de que si la película se ha hecho es por el empeño de Ryan Reynolds en borrar sus dos experiencias previas en el mundo del superhéroe, la más bien sosa Green Lantern y la debacle absoluta de este mismo Deadpool que se vio en X-Men orígenes: Lobezno. Quizá por eso la película se puso en manos del debutante Tim Miller, técnico de efectos visuales. Pero Miller, en todo caso, sale airoso del trance por dos cuestiones fundamentales. La primera es que sabe recuperar la esencia de Deadpool desde sus impresionantes créditos iniciales, la mejor manera de hacer entender que no estamos ante un enmascarado al uso, y la segunda porque sabe hacer funcionar al personaje a pesar de que no es exactamente un héroe, ni siquiera un antihéroe. Deadpool es inclasificable antes y después de ver la película, y eso es exactamente lo que necesitaba el personaje, al que Reynolds sabe darle el tono adecuado más con su voz que su presencia.

Y es que ahí es donde se esconde la flaqueza de Deadpool. Nunca es necesario ver tanto tiempo en pantalla a un actor cuando su personaje es un enmascarado al que en realidad no tendríamos que ver nunca. Por mostrarle, la película acaba cayendo en los tópicos del género de los que en realidad le apetece tanto reírse (y de hecho se ríe). Como todo el origen de Deadpool se narra como un flashback en el tramo central del filme, es ahí donde se concentra el bajón más evidente en el ritmo y en la historia. Y no precisamente por los actores, correctos Reynolds y Morena Baccarin, sino porque ahí lo convencional se apodera de la película. Y eso, con el nivel de irreverencia mostrado hasta ese momento, supone un golpe al propósito del filme y a la diversión que proporciona en su primer y tercer acto, en el que también es reprochable la corrección que hay por un lado y la poca épica que logra el villano de la función, también entre lo más flojo de la cinta.

Deadpool pasa el corte con relativa facilidad y porque sus mejores puntos son francamente buenos, pero es difícil no entender el resultado final como una mezcla entre lo que tendría que haber sido, lo que le habría gustado a director y actor protagonista que hubiera resultado y lo que el estudio ha permitido hacer. Así que en realidad lo mejor para disfrutar con la propuesta es entender Deadpool como un divertimento irreverente con picos de intensidad muy variables, que logra lo mejor cuando el protagonista se carga la cuarta pared y se pone a hablar con el público y que baja bastante cuando adopta lo más convencional del cine del que se tendría que haber separado. Es de suponer que a Fox le seducía la idea de acercar Deadpool a su franquicia de los X-Men, y de ahí parte de la historia y del tono, pero en el fondo deben saber que no es lo que más le convenía a esta expansión de ese universo. Convence pero no enamora.

'La corona partida', solvente prolongación televisiva

Siempre es una buena noticia que una película sepa sortear los prejuicios más negativos que suscita en su concepción. El éxito televisivo de Isabel y Carlos, las dos series históricas de Televisión Española, es la razón de ser de La corona partida, nexo de unión entre ambas. Es fácil pensar que la producción no deja de ser más que una TV movie, o incluso un episodio alargado, para lograr una comercialidad que obviamente no ofrece la televisión pública. Y aunque el deseo de arañar algunos euros seguramente también esta detrás del proyecto, lo cierto es que estamos ante una solvente prolongación del producto televisivo, que no siempre consigue escapar a la pretensiones de la pequeña pantalla pero que que se mueve con bastante dignidad dentro de su limitada ambición. Desde luego, quien haya seguido las series saldrá satisfecho.

La pregunta es si estamos ante una película apta para públicos que no hayan visto Isabel ni Carlos. Visto el filme, la respuesta positiva es fácil de defender. Es verdad que se echa en falta algún tipo de introducción, muestra de que tampoco hay unas pretensiones demasiado elevadas (y que son dignas de un estudio sobre nuestros propios complejos: ¿por qué la riquísima historia de España no es capaz de servir de base a filmes épicos del estilo de Braveheart?), e incluso de un mayor respaldo explicativo a lo que está sucediendo en la pantalla, pero la acción fluye con bastante naturalidad gracias a los dos elementos que mejor funcionan en la película: su reparto y su diseño de producción. Desde ambos campos, hay un empeño bastante elocuente en hacer que la historia funcione, y las limitaciones narrativas y de dirección no coartan lo que se ve con bastante agrado.

Aunque el reciente Goya que ha ganado Irene Escolar hará que las miradas se posen en ella (de hecho, es el centro del cartel, aunque su papel durante muchos momentos de la película no es el central), es de justicia destacar la planta que tiene un buen Rodolfo Sancho, la aparición de José Coronado y, sobre todo, la sutil interpretación de Eusebio Poncelo, dando vida al Cardenal Cisneros, el hombre que maquina para sostener la delicada relación entre Fernando el Católico y Felipe el Hermoso (Raúl Mérida), pretendientes ambos al trono de Castilla tras la muerte de Isabel y, en realidad, mucho más protagonistas de esta película, que se puede apreciar como una correcta intriga palaciega y política que sabe explotar sus virtudes para que se vean menos sus defectos, como por ejemplo los largos planos que quieren demostrar la gran escala que no tiene o las persecuciones que no están a la altura de una producción más importante.

El aspecto de la película es, con diferencia, lo que más convence. La localización de escenarios y el cuidado detalle en el vestuario y en todo aquello que ha de transportarnos a comienzos del siglo XVI, es el apoyo básico del filme, que acaba convertido en una auténtica lección de Historia, esa riquísima historia de España de la que tan poco parecemos saber en realidad. Si Isabel, Carlos y ahora La corona partida sirven para alimentar ese interés y cimentar un cine histórico del que no solemos tener demasiadas muestras, bienvenidos sean. El ligero resquemor que queda es que precisamente por ese origen televisivo no estamos ante la película definitiva sobre el tema, con diferencia mucho mejor que aquella sorprendente, y no en el buen sentido, tentativa de Bigas Luna de mostrarnos a Juana la Loca. Pero, igualmente, ojalá esto permite empresas más ambiciosas. Y mientras esperamos espectáculos más gloriosos, La corona partida es un aperitivo aceptable.

viernes, febrero 12, 2016

'Zootrópolis', los animales de Disney se sofistican

Unir animación y animales es casi tan viejo como el propio cine. Asumir que es una de las marcas de identidad de Disney, con la misma fuerza que sus historias de princesas y cuentos de hadas, es el primer paso para afrontar Zootrópolis. Pero resulta que los animales de Disney se han sofisticado, han llegado a una deliciosa modernidad, a un esfuerzo por satisfacer a niños y adultos, algo que la misma Disney dominó en su época dorada de los años 90 pero no de esta forma. ¿Por qué? Sencillo. Zootrópolis es un noir protagonizado por animales antropomorfos, siguiendo una estela imposible de desconectar del éxito del cómic de Blacksad, con el que mantiene más de algún paralelismo creativo, mezclado con la tradición más pura de Disney, en la que los animales, efectivamente, siempre han tenido un papel destacado. John Lasseter está llevando a la casa del ratón a un nivel increíble hace no tanto tiempo, haciendo que su marca abarque todavía más formas de entretenimiento.

Porque Zootrópolis, de partida, es justo eso, un entretenimiento de primer nivel. Es una película divertida (absolutamente impagable el gag de los perezosos, cúspide cómica de la cinta), perfecta para los más pequeños por la aventura que plantea y por el siempre formidable diseño de personajes del que hace gala Disney (nada que envidiar a Pixar), pero adecuada para los adultos de una forma natural e imaginativa, aceptando muchas fórmulas del cine negro y policíaco, también de las buddy movies, para que no desentonen en una historia que, con moralina incluida, está claramente dirigida a los más pequeños. Y por si faltaba algún detalle que hiciera que los padres se lo puedan pasar tan bien como sus hijos, sobrinos o nietos, atención a las referencias cinéfilas, televisivas y culturales que se deslizan, momentos fantásticos que nunca caen en lo superfluo o lo fácil.

La sofisticación que ofrece Zootrópolis arranca de sus mismos protagonistas, con un personaje femenino que no es una princesa como centro del filme. Judy Hopps es la primera conejita que consigue convertirse en agente de policía en la gran ciudad, pero allí descubre que soñar con algo no basta para que se haga realidad. Con mucha suerte, consigue hacerse cargo de un caso que puede salvar su sueño o hundirlo definitivamente, y para ello contara con la ayuda de Nick Wilde, un zorro tramposo y granuja. Se puede ver Zootrópolis mediante su capa más externa, la de un relato divertido y juguetón, colorista e imaginativo, o, a partir de ahí, se puede profundizar en la historia y encontrar pequeños mensajes. Judy sufre para lograr el éxito, no cuenta con el respaldo de su jefe ni de sus compañeros. Protagoniza en primera persona la corrupción política, el enchufismo, el bullying y hasta el rechazo a las minorías o el peligro de los medios de comunicación.

Todo eso está presente en la película. Pueden ser pequeñas píldoras, y desde luego no son la razón de ser esencial de la película. Pero están y no por casualidad, sino porque sirven para enriquecer la locura animalística que propone el filme, delirante en algunas ocasiones, brillante casi siempre y desde luego con una factura técnica descomunalmente conseguida. De todo ello cabe hacer responsable a la amalgama que Disney ha hecho en la dirección del filme, compartida por el debutante Jared Bush, el realizador del Disney más Pixar, ¡Rompe Raph!, Rich Moore, y uno de los artífices de la recuperación del Disney más clásico, el de Enredados, Byron Howard. Quizá hiciera falta esa mezcla para que el Disney de siempre, el que ha venido divirtiendo a generaciones de niños pese a las críticas que genera este tipo de entretenimiento entre espectadores (y críticos) más adultos, con historias que supongan un reto no sólo para las nuevas generaciones sino también para esos adultos que no necesariamente tengan el síndrome de Peter Pan. Y eso lo consigue. Con brillantez.

viernes, febrero 05, 2016

'El renacido', la lucha por el aburrimiento

El éxito continuo en forma de críticas incondicionalmente positivas y premios de toda índole han hecho de Alejandro González Iñárritu uno de esos directores que han dando un salto de autoría y se consideran, con o sin razón, por encima de las convenciones habituales. Cada nueva película que presentan tiene que ser la mejor y se hace con esas pretensiones. Pero Iñárritu, a quien siempre se ha podido discutir con más contundencia de lo que se ha hecho hasta ahora (Babel o Birdman pueden ser los mejores ejemplos, sobre todo la primera), se ha sentido tan encumbrado que se siente capaz de todo. Y todo, en ese caso, es El renacido, una película sobre la lucha por la vida que, en realidad, es una lucha por el aburrimiento. Con una mínima excusa, monta una película que supera las dos horas y media excesiva en todo, técnicamente precisa pero narrativamente muy vacía, con enormes tiempos muertos y un montaje delirante en el que sobran planos y secuencias a patadas.

El renacido es, en este sentido, una de las películas que confirma que el nombre vende más que el talento. Esta misma película, si la firmara un director anónimo y no contara con grandes actores en el reparto, probablemente generaría apenas una atención mínima. Pero firma "el ganador del Oscar" y cuenta con el actor que lleva veinte años siendo ninguneado por la Academia, por lo que parece hasta ahora. Y, de esa manera, El renacido se convierte en una película casi obligatoria. Pero atendiendo a sus méritos, es una película muy limitada, que desde luego se queda muy lejos de justificar el ejercicio de estilo inflado que quiere ser. La excusa de la película no es más que una aventura de venganza. Y eso no llega hasta los diez minutos finales de los 156 de los que se compone la película. Lo demás es, en realidad, un infladísimo prólogo que comete un pecado capital: la reiteración. Es imposible rellenar tanta película con tan poco material si no se recurre a la repetición.

Iñárritu, no obstante, es inteligente. Sabe que no está contando gran cosa y por eso vuelca todo el énfasis en dos aspectos, que son los que destacan. Por un lado, el preciosismo técnico, muy acertado en el caso de la fotografía de Emmanuel Lubezki, que ilumina de forma memorable una colección de hermosísimos planos superfluos, fallido por inconexo en la música que firman Ryuichi Sakamoto, Alva Noto y Bryce Dessner. Por otro, las actuaciones, sobre todo de Leonardo DiCaprio y Tom Hardy. El primero muestra un descomunal calvario físico, y aunque procede admitir el enorme esfuerzo que le supone al actor, tan profesional como siempre, lo cierto es que tampoco deslumbra en comparación con algunos trabajos suyos previos, mucho más interesantes. Pero lo extremo llama la atención, de ahí la apuesta de Iñárritu por una violencia tan descarnada en algunos momentos. Hardy, por su parte, se está convirtiendo en un actor esencial para entender la importancia de la voz y, sobre todo, de la contextualización de los personajes mediante esa imprescindible herramienta.

El renacido arranca bien, con una buena secuencia de acción, rodada de una forma personal e inteligente. Y acaba bien, con el clímax de esa venganza que se va mascando durante toda la película, por mucho que Iñárritu pierda el foco para repetirse e incluso para repetir recursos que ya hemos visto en otras películas en las que se muestra la supervivencia de un personaje en situaciones adversas. ¿Pero entre ambos momentos? Mucho aburrimiento. Demasiado. La apuesta de Iñárritu era efectivamente arriesgada, porque deja durante muchos minutos en solitario a un personaje ya de por sí poco hablador y que, además, no siempre utiliza el inglés para hablar. Pero casi todo lo que vive en el intervalo entre el arranque y el final del filme se acerca demasiado a la paja, a un relleno con el que mostrar esos dos campos en los que se destaca, el técnico y el interpretativo. El renacido queda así como una de esas películas que responde al tópico de que cuando se habla de lo visualmente impecable que es un filme es porque, en realidad, el resto es muy aburrido.

'Carol', bellísima historia de amor

Con Carol se va a cometer una injusticia tremenda. Va a pasar a la posteridad por ser una historia de amor entre dos mujeres, cuando en realidad tendría que hacerlo, simplemente, por ser una historia de amor. Habrá morbo, habrá hasta oposición en este mundo menos abierto a la diversidad de lo que nos gustaría, pero no habrá un juicio incondicional hacia lo que Todd Haynes nos muestra, una bellísima historia de amor. Sin más. La protagonizan dos mujeres, obvio, y eso da un contexto interesantísimo, el que Patricia Highsmith puso como base de su novela de 1952, año en el que está ambientada la historia en sus versiones literaria y cinematográfica. Siendo algo fundamental y rompedor en el momento en que el relato vio la luz, cuando más de medio siglo después asalta la pantalla tendría que ser algo mucho más normal. No lo es, y ahí también hay que alabar la valentía de Haynes para que Hollywood admita una historia de amor lésbico como ya ha admitido otras entre homosexuales.

Pero para hablar de las cualidades cinematográficas de Carol, es necesario hacer ese ejercicio y coger algo distancia. No está en el protagonismo de dos mujeres el mensaje esencial de Carol en nuestros días, o no tendría que estar ahí, cuando Brokeback Mountain ya rompió esa barrera en el año 2005 o incluso cuando lo hizo La vida de Adèle en 2013. Lo que habría que desatacar del filme de Haynes es su delicadeza a la hora de mostrar un amor prohibido y con enormes barreras. Habría que volcarse en el hermosísimo retrato que hace de dos personas que tienen que hacer frente a una situación difícil, a las tentaciones de un amor que saben que les provocará problemas. Haynes rueda con una elegancia admirable, con una intensidad enorme y con una categoría que encuentra un brutal reflejo en el trabajo de sus dos actrices principales, Cate Blanchett y Rooney Mara, dos presencias absolutamente deslumbrantes de principio a fin.

El duelo interpretativo entre ambas es exquisito, y de alguna manera recuerda al que Susan Sarandon y Geena Davis protagonizaron en Thelma y Louise, una película con la que, si nos olvidamos de la cuestión lésbica, comparte alguna que otra característica. Y es un duelo que crece todavía más porque no hay sin ganadora, con lo que se prolonga hasta el infinito, hasta cada pequeño matiz que se quiera analizar. Ambas entienden sus personajes con una elegancia impresionante. Haynes, además, entiende todo lo que ellas le están ofreciendo y termina de redondear la película contándola prácticamente en su totalidad como un flashback que parte de una escena en la que ellas hablan sin que sepamos de qué están hablando. Hay en el último acto de la película algún pequeño bajón, que procede de dar una falsa impresión de final muchos minutos antes de que se acabe la historia, pero quitando ese mínimo defecto es francamente difícil encontrarle alguna flaqueza a la película.

No es fácil entender que la Academia, reconociendo a sus dos actrices principales (la trampa de dejar a Rooney Mara como secundaria es inadmisible, una treta de márketing que ayuda a alejar los Oscars del público, que no es tan idiota como para no ver que su personaje es incluso más protagonista que el de Cate Blanchett) y a su guión adaptado, no haya colocado el filme como uno de los mejores del año. Y la única explicación posible es la injusticia con la que arrancaban estas líneas. Carol no es sólo la historia de amor entre dos mujeres ambientada en los años 50, ni siquiera encuentra su mejor argumento en que haya o no escenas de sexo entre ellas, sino que sobre todo es una película formidable, probablemente la mejor que ha rodado el director de Lejos del cielo, y un bellísimo relato de amor, con un clasicismo estético y formal, una brillantez a todos los niveles y sobre todo dos actrices en estado de gracia que merecen una y mil reverencias por su trabajo.