viernes, enero 29, 2016

'Spotlight', magnífico y clásico cine de periodistas

Hay subgéneros que parecen tener un encanto especial, se haga lo que se haga en y con ellos. El cine de periodistas es uno de ellos. Es un encanto clásico, pausado, inteligente, quizá por todo ello no apto para paladares que exijan una acción más contundente, un montaje más contemporáneo o personajes más extremos, pero para queiens gusten de esa manera de hacer cine sacada de otro tiempo cualquier revisión es interesante. Cuando se hace con tanta maestría como en Spotlight, es sencillamente una magnífica lección de cine. Eso es lo que consigue Tom McCarthy, quien, como en The Visitor, consigue que la fuerza emane tanto de la historia que tiene entre manos como de su gran capacidad para dirigir actores. McCarthy filma dos horas de puro cine, un contundente relato en el que nada sobra y nada falta y en el que sumerge con firmeza al espectador.

Spotlight es el nombre del grupo de investigación de The Boston Globe y la película sigue su trabajo para destapar la red con la que la Iglesia católica ocultó los abusos a menores de diferentes curas. Solventando todos los posibles problemas, el tratamiento que le da el filme está a la altura de tan delicado tema. Qué fácil habría sido caer en trampas morales y maniqueísmos y, sin embargo, la película no tiene nada que envidiar a grandes clásicos de este subgénero como Todos los hombres del presidente. Esto es periodismo, esto es cine, y la mezcla de ambos es impresionante. Lo que se muestra es sutil, porque, cumpliendo con una función de denuncia que probablemente le generará las suficientes antipatías como para no ser la película triunfadora en la temporada de premios, no se limita a explorar esa vía. Importa el mundo, pero importan los personajes.

Y los diálogos, insertados en una compleja pieza de relojería que avanza con tanta naturalidad como la vida misma. Hasta el encaje del 11-S en esta investigación, coincidieron en el tiempo, es formidable. Michael Keton y Mark Ruffalo parecen llevarse lo mejor del guión, claramente por encima de Rachel McAdams (su papel guarda ciertas similitudes con el que ya interpretó en la infravalorada La sombra del poder, donde ella estaba aún más impresionante) y Brian d'Arcy James, los otros dos integrantes del grupo Spotlight, con aportaciones maravillosas de otros espléndidos actores. Ojo al papel de Stanley Tucci (y a su última frase en la película, verdadero corazón de la historia y el momento más emotivo para quienes sientan el periodismo como algo importante y no como lo que, por desgracia, es ahora mismo en demasiados ámbitos), pero también al de Liev Schreiber, Billy Crudup o John Slattery.

La brutal y descarnada trascendencia que tiene Spotlight se ve al arranque de los créditos finales, cuando con un escalofrío se constata la escala de los abusos sexuales a menores de los que se habla en la película. La que tiene Spotlight como película se siente desde el principio, desde un impresionante prólogo, delicado y complejo, hasta que se llega al final, una memorable loa a la profesión periodística. Entre ambos instantes, dos horas de cine puro. Clásico, sí, y eso, por desgracia, probablemente limitará la fascinación que se pueda sentir por el filme de McCarthy. E incisivo, sin duda, y eso también, como cuenta el mismo filme, hará que sectores católicos la entiendan como un ataque. No lo es. Es un maravilloso canto a la verdad, la que se abre camino cuando la integridad se pone por encima de la conveniencia o la dejadez. Eso es Spotlight, una auténtica maravilla que se ha ganado el derecho a perdurar.

'Creed', el tiempo no perdona

Cuando se coloca un interesado y tramposo subtítulo como La leyenda de Rocky a una película como Creed, el mensaje que se está transmitiendo es que el tiempo no perdona. O, incluso, que cualquier tiempo pasado fue mejor. No es del todo cierto, pero es evidente que Creed es, quiere ser, un remake encubierto del primer Rocky dándole el protagonismo al hijo de Apollo Creed, el primer rival del Potro Italiano, y dejando a Sylvester Stallone en un confortable rincón del ring, lo suficientemente importante como para que el espíritu de la película siga siendo el suyo pero también abriendo paso al futuro. El resultado es bastante mejor de lo que cabía esperar, pero desde luego está a años luz de Rocky. El tiempo no perdona, no, y muchas de las cuestiones que tocaba Rocky forman parte de un mundo mucho más ingenuo que el actual.

Aceptadas esas diferencias, lo primero que llama la atención de Creed es una duración a todas luces excesiva. Si Ryan Coogler hubiera sido capaz de recortarle 25 minutos, su película hubiera sido mucho más atractiva. Tiene demasiados tiempos muertos, demasiadas escenas que recurren al tópico o que en realidad no ayudan a que la historia avance, y alguna que otra trampa emocional bastante evidente. La sencillez de Rocky (que no simpleza, no confundamos) se pierde en la nebulosa del tiempo, en los nada menos que 40 años que han pasado desde el filme original de la serie, y se ve sustituida por un efectismo que no le sienta del todo bien y por momentos videocliperos que sobran, como el del nuevo Creed corriendo por las calles de Filadelfia, rodeado de moteros para emular aquel extraordinario momento del primer título de la serie.

Con los combates, Coogler demuestra que quiere hacer algo visualmente diferente dentro de una estructura ya conocida. Pero falla porque el clímax, la pelea final, el momento cumbre, aquel llamado a poner la piel de gallina (y que incluso quiere emular la magnífica música de Bill Conti para la película de 1976) es bastante inferior al primer combate que muestra, rodado como un plano secuencia del mismo interior del ring. Ahí sí se mantiene la esperanza de que la película haga algo diferente, y no lo hace Ver a Rocky es un placer, y precisamente por esa enorme cantidad de años en los que el boxeador ha aparecido en la pantalla hay que apreciar esta cinta como algo atractivo, un canto a la nostalgia de los que tanto gusta en Hollywood. Pero de ahí a que Sylvester Stallone, de repente, se convierta en un actor premiable, va a un trecho. Stallone es Stallone. Lo era en Rocky y lo es en Creed. La simpatía sigue ahí, pero ya.

El cambio de protagonista es un indicativo de que el tiempo de Rocky, por desgracia, ya ha pasado. Entre la nostalgia y el relevo generacional, el paso del testigo de manos de Stallone a las del personaje de Michael B. Jordan, un personaje exageradamente emocional para lo poco que en realidad se puede rascar de él, la cosa marcha relativamente bien. No hay un descalabro que se podía temer, aunque tampoco estamos ante una de las mejores entregas de la serie. El homenaje era probablemente tan necesario como inevitable, y por eso la cinta no termina de despegarse de un camino que la convierte en algo previsible. Incluso exagerada por momentos. Pero entretiene lo suyo, siendo fiel al legado de una serie muy longeva. No es poco. Podría haber sido mucho peor y sin embargo el resultado final deja un sabor de boca bastante aceptable.

viernes, enero 22, 2016

'La gran apuesta', una gozada coral

Qué pocas veces se exploran todas las herramientas que ofrece el cine para contar una historia, y qué satisfactorio es cuando todas, o casi todas, se utilizan en una sola película para goce absoluto del espectador. Eso es La gran apuesta, una historia fascinante contada de un modo aún más deslumbrante, llevando hasta el extremo la capacidad del cine como medio, rompiendo la cuarta pared, usando el ritmo de videoclip, utilizando el cameo de la forma más inteligente posible y desplegando a un grupo de personajes absolutamente fascinantes. Adam McKay, qué sorpresa es encontrar al director de Hermanos por pelotas, desplegando tanta inteligencia en estas poco más de dos horas, ofrece la más gamberra y fascinante explicación a la crisis financiera de la que todavía sentimos los efectos. Y todavía es más sorprendente si nos damos cuenta del impresionante nivel de detalle que despliega para conectar esta historia coral.

Es tan buena La gran apuesta que solventa de una forma fascinante su mayor escollo, precisamente lo que provocó que la crisis llegara tan lejos y de forma tan profunda: un lenguaje ininteligible. Es imposible seguir la película en toda su extensión a menos que se tenga formación económica. Pero lo mismo que usaron bancos y fondos de inversión para confundir a los ciudadanos de a pie y enriquecerse a su costa es lo que usa McKay, en un deslumbrante guión que coescribe con Charles Randolph basándose en el libro de Michael Lewis, para trazar un relato brutal y demoledor que, más que una explicación, es una mofa cínica de esta crisis. Cínica, porque usa personajes muy extremos para su historia, tipos que sacaron provecho económico de la enorme farsa (por no decir estafa) que generó la inestabilidad económica más reciente. La multiplicación de términos imposibles, que en la broma más amplia de todas están extraídos de la vida real, construye una tragicomedia única.

Su ritmo es salvaje y no deja ni el más mínimo resquicio al aburrimiento, y todo brilla tanto, esa es otra de sus grandezas, que incluso prescindiendo de entender el complejo lenguaje económico del que hace gala todo queda claro viendo a los personajes y entendiendo el tono de cada momento. Tampoco el desfile de actores (ojo a los cameos, que conforman las escenas más delirantemente divertidas de un conjunto que no deja títere con cabeza), en el que procede destacar a un Christian Bale que sabe explotar las inmensas rareza de su personaje, desde su gusto musical hasta el pasearse descalzo, y a un Steve Carell que después de su sorprendente interpretación en Foxcatcher cada vez impresiona más cuando se sale de su vis más cómica, más incluso que un Ryan Gosling que, eso sí, se queda el papel de conductor del filme, o un Brad Pitt, por completar los nombres que aparecen en el cartel, que como productor se reserva un trocito relevante pero menos espectacular de la trama.

Quién iba a decir que la mejor explicación cinematográfica a la crisis llegaría en forma de una comedia cínica y explosiva como esta. La gran apuesta es un viaje tan loco como terriblemente realista, en la que cada golpe de efecto supera al anterior, en el que los rótulos, la cámara la lenta, los planos congelados, la música... absolutamente todo juega un papel esencial para sentirse abrumado por el espectáculo al que se asiste, una farsa en toda regla que fascina y asquea a partes iguales, un memorable todo vale sin héroes y en el que la figura del caradura actúa como catalizador a un lado y otro de la pantalla. Para el enfoque más serio de la crisis desde el mundo del cine, la también espléndida Margin Call. Pero para reír, y llorar al final cuando uno se da cuenta de lo que ha nos ha contado es real, La gran apuesta. Una gozada.

'The End of the Tour', David Foster Wallace para iniciados

Genialidad y conocimiento tienen una relación compleja. La tienen cuando la obra resultante es poderosa pero, al mismo tiempo, exige un saber previo. The End of the Tour se enfrenta con ese dilema y sale victoriosa porque esquiva casi todos los problemas a los que hace frente. No obstante, sí se convierte en una película para iniciados. El filme de James Ponsoldt cuenta la entrevista de cinco días que un periodista de la revista Rolling Stone, David Lipsky (Jesse Eisenberg), le hizo al escritor David Foster Wallace (Jason Segel), basándose en el libro escrito por el propio Lipsky. Y sí, parece bastante vital para entender toda la dimensión de la película conocer a Wallace, más su personalidad que su obra, para alcanzar a comprender lo que propone Ponsoldt. De lo contrario, el espectador afronta un nuevo problema: la fascinación.

Ese es el tema fundamental de la película (ese y la soledad, como evidencia la secuencia que Ponsoldt se ha dejado tras una primera parte de los créditos finales), y es ahí donde la necesidad del director de esquivar un planteamiento demasiado explicativo topa con el desconocimiento del espectador medio. Wallace no es un tipo fascinante. Lo es su obra, y lo puede ser también el contraste entre la categoría que se le atribuye a sus libros y ensayos con su vida anodina y sencilla, pero él no lo es. Y la película no hace que Lipsky alcance tampoco esa categoría. De esa manera, The End of the Tour es una convivencia de cinco días, una conversación continua entre dos personajes que copan casi todo el metraje del filme entre ambos y que tienen mucho que contar pero sin perder un aire de cotidianidad que, precisamente, resta fascinación cinematográfica.

Ahí radica, por contradictorio que parezca, el mérito de Segel y Eisenberg, que sostienen con una exquisita maestría una película que descansa en ellos de forma casi exclusiva. Segel, que nos tiene acostumbrados a papeles de comedia, se mete en la piel de Wallace de una forma bestial, y aunque la película no termina de invitar a que se investigue sobre la figura del escritor, quizá demasiado vinculada a un interés norteamericano que Ponsoldt no se esfuerza en disimular, el intérprete sí consigue una acertadísima composición. Lo mismo sucede con Eisenberg, que confirma que es un actor capaz de cualquier cosa cuando se olvida de interpretarse a sí mismo y frena la incontenible velocidad de su verborrea para conseguir meterse en la piel de una persona normal. The End of the Tour son ellos, para bien o para mal.

Lo que está claro es que llevar a la pantalla el complejo universo intelectual de Wallace no sólo no es fácil sino que además presenta unos riesgos elitistas que el cine, probablemente, no se puede permitir. No, al menos, con una historia que se circunscribe a un periodo tan concreto. Ponsoldt sí se muestra hábil para que ese universo cerrado, apenas roto por un brevísimo prólogo y un muy inteligente montaje hacia el final del filme, funcione en sí mismo. Su problema está en que no es nada fácil inferir de lo que vemos lo que en realidad era Wallace. Incluso da la impresión de que la película crece cuando se introducen elementos distintos a los dos protagonistas, cuando más que una entrevista la historia se convierte en una lucha de envidias y recelos manifestados con sutileza. Lejos de ser una obra indiscutible, The End of the Tour sí consigue mantener el interés durante sus 106 minutos y destaca sobre todo por sus dos actores principales.

'La juventud', extraña poesía

Son indudables los valores poéticos de Paolo Sorrentino, el autor que se metió al mundo en el bolsillo (y un Oscar) con La gran belleza, y que se manifiestan también en La juventud. Pero la suya es una poesía a ratos extraña. En este filme, desde luego, plagada de altibajos, de escenas maravillosas y momentos en los que no se sabe muy bien hacia dónde pretende conducirnos. Y con un final que no es tan fácil de desentrañar, por momentos es razonable la duda sobre si lo que está haciendo es un retrato melancólico sobre la tristeza y el cansancio o si lo suyo es un canto a la vida intenso y emocionante. El último plano del filme, desde luego, añade más elementos para el debate. Todo esto, no obstante, hay que colocarlo en la bandeja de los aciertos, porque está claro que la película invita a pensar y eso nunca puede ser malo.

Quizá el problema esté no tanto en lo racional sino en lo emocional. Sorrentino juega con la comedia y con el drama, desembocando a veces en la tragedia y sin que muchos de los personajes que coloca en este microcosmos en que convierte un lujoso hotel en los Alpes terminen de posicionarse en uno u otro espectro. La amalgama es lo que confunde. Hay personajes de abierto calado cómico, como ese émulo del Maradona en la peor forma física posible que comparte retiro con los auténticos protagonistas del filme, un director de orquesta retirado (Michael Caine) y un director de cine que ultima el guión de lo que tendría que ser su testamento cinematográfico (Harvey Keitel). Los dos, sublimes, reconcilian las dudas que pueda generar la película con el espectador y evidencian, una vez más, que el talento no tiene edad y que la juventud que pregona el título es de espíritu y de corazón.

Puede que esa sea la lección de la película, su ruptura con los convencionalismos del cine moderno, esa que apuesta por la juventud del cuerpo y de la belleza como única fórmula posible para convencer a la audiencia. La trampa, no obstante, está en que Sorrentino también cae en ese mismo pozo (no hay más que ver a la Miss Universo que, como reviente no se sabe muy bien por qué razón el cartel de la película, se pasea desnuda frente a nuestros protagonistas). Lo que está claro es que el director es un tipo audaz, capaz de insertar en medio de la película un divertidísimo vídeo pop para contraponerlo a la pausa del cine que le gusta y que subliman de una forma notable Caine y Keitel, haciendo que se sienta con fuerza esa amistad de décadas que comparten, no sólo por medio de unos diálogos notables, sino mediante el enorme poder de sus expresiones. Caine nos ha acostumbrado últimamente a papeles inspiradores y de mentor, y verle languidecer con apatía es una muestra de su genio.

A tenor de todas estas conclusiones, se puede decir que La juventud es una película irregular. Tiene momentos muy logrados y otros que no alcanzan ese nivel. Sorrentino, eso sí, dirige con maestría a todos los actores, desde los ya mencionados protagonistas hasta a Rachel Weisz o Paul Dano, pero se guarda su mejor baza para el tramo final de la película, con una Jane Fonda espectacular, breve y concisa, dando vida a una gran estrella de cine, la diva que ha de protagonizar ese último gran filme del director al que da vida Keitel. Su personaje es el detonante de toda la resolución de La juventud y, por consiguiente, del gran debate que deja pendiente de resolver. ¿Lo que hemos visto es real o es un juego que Sorrentino entabla con el espectador? Queda en el aire, y eso forma parte de los aciertos del director pero también de las dudas que pueda generar la película.

'La quinta ola',... y que sea la última

Los peores temores se hacen realidad en La quinta ola. No los de la invasión alienígena en cinco pasos que nos quiere contar J Blakeson, director de la curiosa La desaparición de Alice Creed, sino los de los que asumía que esta iba a ser la enésima intentona de crear una saga fantástico-juvenil basada en una nueva serie de libros y que iba a ser tan endeble como la amplísima mayoría de los títulos de este corte. El problema es el de siempre: una idea simpática, incluso atrevida, se da de bruces con una orquestación pobre, fallida, incluso estúpida por los errores en los que cae de forma inevitable. En esta ocasión se supone que son tres los libros de Rick Yancey en los que se basa, y visto el resultado del primer filme que se aproxima a su trilogía, casi mejor que sea la última, como le sucedió a La brújula dorada, Vampire Academy o Cazadores de sombras.

Esto, en realidad, es una moda. Y es una moda peligrosa. Le pasa incluso a las sagas juveniles de éxito, como Los juegos del hambre o Divergente. Películas de este corte se fabrican como churros. Se busca una novela maja, se compran los derechos, se escribe un guión que respete casi todo lo publicado, se coloca a una estrella más o menos conocida y a tirar millas. Eso es La quinta ola. Cuando uno de sus personajes dice en voz alta "un momento, esto no tiene sentido", casi parece que está lanzando una apelación directa al patio de butacas. Porque no, casi nada en La quinta ola tiene sentido. Se pueden aceptar los lugares comunes o que, como todas las de este género, sean previsibles en todos sus movimientos, hasta que Chlöe Grace Moretz luzca siempre estupenda en cada escena, como si no importaran sus heridas, sus caídas y hasta sus días sin dormir. Pero sí es exigible una mínima coherencia que desde luego no ofrece.

No basta pensar que estamos ante la primera parte de una trilogía y que las explicaciones ya llegarán. Es que no se ofrecen por vaguería, porque no hay intención de que el guión sea correcto y sensato, porque las normas no existen, no se crean y las pocas que hay no se respetan, porque en el fondo todo da igual mientras se ofrezca un ritmo alto que entretenga a un público objetivo juvenil y poco exigente. Y no. El cine juvenil no tiene porque ser estúpido. La quinta ola lo es. Y es una pena porque, con referentes clarísimos en todos sus niveles, sí que hay ideas interesantes. Pero un larguísimo prólogo (la explicación de las cuatro primeras olas, que en los años 80 se habrían condensado en una ajustada secuencia de cinco minutos para hacer una única película de toda esta trilogía de libros) y un insuficiente e inverosímil desarrollo terminan por acabar con la posibilidad de que salga un producto mínimamente entretenido para audiencias que siquiera piensen un poco.

Es una pena ver a una actriz tan interesante como Chlöe Grace Moretz metida en estas salsas. O ver que, al parecer, Hollywood sólo tiene un acomodo como este para Maria Bello. Incluso asumir que Liev Schreiber se limita a actuar con el piloto automático, ofreciendo su planta y poco más. Nada importa, sólo colocar a una serie de actores jóvenes (incluyendo a Maika Monroe, protagonista de la alabadísima It follows) en una situación apetecible. Lo demás, que caiga como caiga. Y no. No puede ser que Hollywood menosprecie de esta forma a una potencial audiencia que, probablemente, caerá en la tentación de pagar entradas, e incluso defenderá el producto. ¿Pero tanto cuesta poner un poco más de voluntad para que estas películas no están marcadas y lastradas por agujeros tan inmensos? Por desgracia, parece que sí. Y como se dice cada vez que un estudio apuesta por tratar de iniciar una franquicia de éxito de estas características, a esperar a la próxima. Que la habrá.

viernes, enero 15, 2016

'Los odiosos ocho', el exceso por el exceso

Decir que Quentin Tarantino es un director al que le gusta el exceso es una obviedad. Los odiosos ocho es la enésima demostración de ese gusto. Y es un exceso en todo. En el ritmo cinematográfico, lento sin motivo. En la duración, que en esta su octava película (así nos lo recuerda él mismo en los créditos, en un rasgo de egocentrismo que rara vez se ve en el cine contemporáneo) se acerca innecesariamente a las tres horas. En la violencia, que ya no sorprende porque él mismo se ha encargado de repetirla hasta la saciedad en todas sus películas. Y así, simplemente, Los odiosos ocho es el exceso por el exceso. Y son ocho odiosos, o eso dicen, pero podrían ser más. O menos. Da igual. De hecho, da la impresión de que a Tarantino le da igual y el número no es más que una confusión intencionada Todo forma parte de un juego en el que incide en el peso de unos diálogos que son más huecos de lo que parece y en el que sólo sobresale la brutal música del gran Ennio Morricone.

Más obviedades. Lo normal es que quienes gusten del cine de Tarantino se lo pasen en grande con Los odiosos ocho. No es difícil dado que casi todo lo que nos ofrece la película ya se ha visto en alguna película anterior del autor, desde la orgía final de violencia a esos larguísimos diálogos que son gustosas recreaciones en su misma (aparente) genialidad más que vehículos que conduzcan la historia a algún sitio. El arranque de la película, de hecho, forma parte de los excesos antes mencionados, exceso en esta ocasión para alargar el metraje y demostrar que la capacidad de síntesis es una virtud del Hollywood dorado que, hoy por hoy, se puede dar por perdida. Los odiosos ocho está planteada como una obra de teatro con un único escenario, pero Tarantino disfruta con un larguísimo prólogo que de hecho ocupa dos de los seis capítulos en los que se divide el filme, en los que el director se gusta rodando paisajes que sólo valen para que Morricone se luzca.

Lo que cuenta Tarantino en Los odiosos ocho da la impresión de que se podría haber contado en hora y media. Lo demás, efectivamente, es exceso. Es recrearse en un misterio que da igual, que no tiene trascendencia alguna. Es ahondar en esos diálogos que más que una marca autoral son ya una necesidad personal y no cinematográfica, es reiterar por reiterar, y es dejar que los actores hagan propios esos excesos que tanto gustan al director, y que se manifiestan en los gestos (los de Tim Roth, que toma el relevo a Cristoph Waltz en un claro arquetipo, los de Samuel L. Jackson siempre interpretándose a sí mismo) y en la violencia, especialmente la que se desata en los tres capítulos finales y que, de nuevo, como ya hizo en Django desencadenado, acerca el cine de Tarantino a un gore exagerado y sin sentido, que destroza por completo la atmósfera de western que, en realidad, la película no quiere tener.

Porque esto no es un western que contente a quienes añoren a John Ford en el cine contemporáneo. Ni tampoco es una película que sepa utilizar la violencia como sabía hacerlo Sam Peckinpah. Esto es puro Tarantino. Ni más, ni menos. Y dentro de esa categoría, que es la que más interesa a su autor, ni es la mejor ni es la peor de sus películas. Es una más, que pierde fuello por su inverosímil duración y que se alarga tanto que acaba perdiendo todo el interés, a pesar de la introducción ralentizada de sus personajes o de los golpes de efecto, muchos de ellos muy previsibles, con los que quiere sazonar la resolución. Pero Los odiosos ocho, como es puro Tarantino, encontrará mucho eco y veneración, algo que le ha sucedido siempre, desde que la interesante Reservoir Dogs le pusiera en el mapa. Para quienes no vemos su genialidad, es difícil de entender.

viernes, enero 08, 2016

'Joy', entretenimiento sin espíritu

Aunque apuntaba alto, no es Joy la mejor muestra reciente del cine de David O. Russell, y es una pena porque la historia que ha escogido para esta película le daba para hacer algo mucho más mágico, casi con alma de cuento y desde luego con mucho más espíritu del que finalmente ha puesto en la pantalla. Cuando acaban los 125 minutos que dura la película, la sensación que queda es la de haber visto una de esas historias de superación bonitas, entretenidas y correctas, pero en la que hay demasiadas lagunas como para dar el salto de calidad que sí dieron otros filmes del director, como El lado bueno de las cosas o la algo infravalorada por la crítica, que no por los premios, La gran estafa americana. Por momentos parece que sí va a crecer, sí va a asumir ese rol de fábula contemporánea que, en otros tiempos, tan bien se le dio a Frank Capra, pero el globo se desinfla bastante a poco que se piense detenidamente la película.

Joy es la historia de una joven de ese nombre que una vez convertida en madre de familia ve como todas sus aspiraciones de niña se han diluido en una vida llena de fracasos, decepciones y problemas. Divorciada, con dos hijos, con su ex marido viviendo en el sótano de su casa, con sus padres también divorciados y llevándose a la gresca, con un trabajo que no le gusta y con sus ambiciones infantiles de crear cosas hechas añicos por la realidad, hasta que esa misma realidad le obliga a abrir los ojos. Russell vuelca todo su esfuerzo en que la protagonista sea un personaje espléndido, y para ello vuelve a recurrir a su actriz fetiche, Jennifer Lawrence, que abandonando la cómoda apatía que despliega en los blockbusters, sea X-Men o Los juegos del hambre, recupera aquí las sensaciones que hacen de ella una actriz miy interesante. Lawrence ilumina la película y le da un nivel más alto del que en realidad ofrece.

Y es que, a pesar del buen material que hay en esa premisa, resulta difícil quitarse de encima la sensación de que hay muchas oportunidades perdidas en la película. Muchos de los personajes están como podrían no estar, o sus relaciones con Joy no están del todo exploradas. En ocasiones se duda hasta de que sean dos los hijos que tiene; otros como su madre, interpretada por Virginia Madsen, llevan la cinta a terrenos casi caricaturescos que no terminan de encajar con otros elementos del relato; algunos, como la mejor amiga de Joy, a la que pone rostro Dascha Polanco, parecen estar porque la realidad impone su presencia, pero sin que en la historia tenga un encaje natural. Quizá el hecho de basarse en una historia real hace que determinados personajes y giros del filme sean necesarios para que el guión tenga esa semejanza con la realidad, pero lo cierto es que hay demasiados elementos que acaban convertidos en trabas narrativas.

El caso es que por momentos funciona. El carisma que desprende Lawrence es una espléndida guía para poder disfrutar de la película, como también lo es el de Bradley Cooper, incluso el del no demasiado exigido Robert De Niro, pero la historia no termina de despegar nunca, y desemboca en lo que incluso parece un final tan previsible como apresurado. Joy no es la película que podría haber sido, no genera por ejemplo las toneladas de empatía que había en El lado bueno de las cosas, y con la blanda resolución de algunas tramas rebaja bastante sus pretensiones. No es que abrace el tono de cuento que por momentos requiere la historia, y que en realidad Russell rueda francamente bien, y eso rebaje el resultado final, no es eso. Es, simplemente, que no acierta imprimirle a todas esas buenas intenciones la intensidad emocional que necesitaba.

'Legend', sin rumbo

Si una película quiere contar algo y no lo hace es que, por fuerza, algo se ha hecho mal. Con ese principio, en Legend se han hecho muchas cosas mal. Pero muchas. Y es una sorpresa muy negativa, una profunda decepción, que alguien como Brian Helgeland caiga en fallos tan asombrosos. Puede que la clave la dé el mismo cartel del filme, que publicita la autoría de Helgeland en el guión L. A. Confidential. Si lo que mejor se puede destacar es una película de 1997, mal vamos. Resulta evidente, a tenor de esa mención, que el tiempo no le ha sentado bien a Helgeland, porque Legend es un naufragio bastante importante. Es la tópica historia de dos gángsters reales, los hermanos Kray, que se supone que dominaban Londres en los años 60. ¿Se ve eso en la película? ¿Se siente ese poder mafioso? ¿Se tiene la sensación de que estamos ante dos criminales de altura? En absoluto. Y sin ese rumbo, la película no sabe ni lo que está contando.

Legend da la impresión de ser uno de esos filmes en los que hay una apuesta pública con la que ocultar los problemas. En este caso, el doble papel que interpreta Tom Hardy, al que no se puede negar un esfuerzo considerable por dar vida a estos dos hermanos gemelos, pero que bordea límites que afectan al tono de la película, siempre indefinido y tramposo. Hardy borda el papel de Reggie, pero asombra negativamente con el de Ronald. El mafioso sereno y sobrio sí, el psicótico no. La mezcla entre los dos, con una puesta en escena por parte de Helgeland que a veces es hasta vergonzosa para hacer que ambos coincidan en pantalla, acaba llevando a la película territorios muy peligrosos. Lo que al principio parece un filme de gángsters clásicos deriva en algo cercano a la comedia sin que se sepa muy bien qué aporta ese tono a la cinta y si es realmente algo que Helgeland quisiera que se sintiera en el espectador.

Como no se sabe muy bien cuál es el poder que tienen estos gemelos Kray, Helgeland se limita a encadenar secuencias sin demasiado valor por sí mismas, con una contención bastante incomprensible (sólo se desata al final, haciendo que se note mucho más lo mal que le ha sentado a la película no ver el poder amenazador de los Kray), y una narración torpe, que otorga el protagonismo al principal personaje femenino, Frances Shea, correctamente interpretada por Emily Browning pero que en absoluto tendría que haber sido la conductora de la historia, ni por la forma (¿estudiando mecanografía como una chica que quiere escapar del East End y hablando al espectador no como el personaje demanda sino como una licenciada en historia?) como en el fondo (porque su narración encierra una trampa enorme, la mayor de la película, que Helgeland resuelve, de nuevo, con bastante torpeza).

Como Helgeland no sabe escaparse de la tópica historia de ascenso y caída en el mundo de la mafia, Legend no tiene en su base nada nuevo que aportar. Como la ejecución de la película es bastante pobre, empezando ya por una escena inicial rodada de una forma torpe y anticipando las salidas fáciles que se han buscado para que Tom Hardy pueda interpretar a los dos personajes, no hay mucho que rascar por ese lado. Y si ni la historia ni la forma en que Helgeland la ha rodado convencen, parece obvio que Legend es un filme fallido. Y es una pena, porque resulta evidente que hay mimbres para haber hecho mucho más, empezando también por el reparto, por el talento que Hardy muestra al menos en uno de sus dos personajes o por las muy agradecidas apariciones de David Thewlis, de largo lo mejor de la película, o incluso de la presencia en piloto automático de Chazz Palminteri. Así, Legend queda como una ocasión lamentablemente perdida.

lunes, enero 04, 2016

'Point Break', deporte extremo y filosofía hueca

Resulta curioso que en España se mantenga el título original de Point Break, en teoría para ocultar que se trata de un remake de Le llaman Bodhi, película de 1991 que dirigió Kathryn Bigelow mucho antes de que un Oscar ensalzara su figura de una forma bastante exagerada, y que en el doblaje de esta nueva versión coloquen a ese segundo protagonista diciendo "me llaman Bodhi", en una traducción que obedece mucho más al frikismo que a la realidad. La realidad es mucho más triste que el recuerdo que se pueda tener del filme original, porque lo que Ericson Core ofrece en esta nueva Point Break es una extraña mezcla entre deporte extremo rodado con cierta espectacularidad y una filosofía hueca que redunda en unos diálogos pobres y en una historia bastante más vacía y carente de sentido de lo que cabría esperar después de ver esa factura técnica tan aparentemente llamativa.

En realidad, no se podía esperar gran cosa más de la película. El salto que pega desde el Point Break original es precisamente ese, es el de la espectacularidad. Si allí era un grupo de surferos el que se convertía en una banda de ladrones con las máscaras de expresidentes norteamericanos, aquí son deportistas extremos en general, que se atreven con todo, con surf, escalada, salto base, y cualquier reto que se les ponga por delante. Eso, en primer lugar, añade un grado de irrealidad a la película de la que sólo se puede salir obviando por completo lo imposible que es que el agente del FBI infiltrado las domine con la misma soltura que quienes, se supone, llevan años recibiendo un entrenamiento específico para ellas. Pero, claro, Hollywood nos ha acostumbrado a que hay que olvidar las leyes de la lógica para disfrutar hasta de la más accesible de sus películas, así que sigamos.

¿Dónde está entonces el verdadero problema de Point Break? En la falta de interés. Eliminado prácticamente del todo el elemento criminal y reduciendo las máscaras de expresidentes a una escena graciosa, uno se pregunta por qué es tan importante capturar a Bodhi y sus secuaces cuando se pasan la mitad de la película en fiestas de lujo y pagadas por un excéntrico millonario que tampoco se sabe muy bien qué pinta en la historia. Desde luego, la escusa sacada del deporte extremo acaba siendo algo ridícula, porque ni es clara ni está bien insertada en la historia más que para motivar unos diálogos que rozan lo sonrojante en algunas escenas. Y la falta de interés termina de coronarse con la ausencia total de carisma de los dos actores protagonistas, Luke Bracey y Edgar Ramírez, que vencen en ese poco honroso registro a Keanu Reeves y Patrick Swayze, actores limitados pero que al menos tenían una presencia en pantalla.

Pasando los minutos de Point Break, acercándonos a las dos horas, y viendo que Core no rueda mal las peligrosas pruebas físicas a las que se someten los protagonistas, uno se pregunta por qué no se vuelcan todos estos recursos en rodar documentales que muestren la espectacularidad del deporte extremo sin necesidad de insertar primeros planos que demuestren que hay un actor al que enseñar y prescindiendo de una historia banal e intrascendente que fracasa al tratar de hacer más grande la trama de Le llaman Bodhi. Y es que como glorificación de hazañas de este estilo es bastante pasable. Sus imágenes convencen en ese sentido. ¿Pero lo que hay alrededor? Sobra por completo. Sin diálogos, sin personajes y sin historia, Point Break encajaría perfectamente en ese apartado de los remakes innecesarios si es que realmente optamos por creer que hay películas innecesarias en vez de películas bien o mal hechas.

'De padres e hijas', dos historias inconexas

Cuando se abordan historias de corte realista, relatos del sufrimiento de un padre o una madre, con algún niño de por medio y algún tipo de mal físico o psicológico, el tufillo a telefilme parece inevitable. Hollywood, de hecho, ha abrazado ese tipo de historias en las que coloca grandes historias tratando de huir de esa sensación y así ofrecer un producto emocionalmente atractivo y relativamente barato de producir. De padres e hijas se enmarca claramente en esa corriente que su director, Gabriele Muccino ha llevado a cabo ya en ocasiones anteriores sobre todo de la mano de Will Smith. Aquí no sólo tiene a Russell Crowe y Amanda Seyfreid como protagonistas, sino que cuenta en el reparto con otros nombres como los de Diane Kruger, Aaron Paul, Quvhenzane Wallis, Octavia Spencer, Jane Fonda o Bruce Greenwood. Pero la película sabe a poco por una razón, y es que plantea dos historias paralelas para huir del tono de telefilme y ambas quedan bastante inconexas.

La primera escena de la película, y por tanto no es un gran spoiler, nos pone en situación. Un accidente de tráfico acaba con la vida de la esposa del personaje de Crowe y él, un novelista de éxito se queda solo para criar a su hija de ocho años, pero con graves secuelas que le llevan a ingresar un hospital psiquiátrico. Esa es la primera trama. La segunda, la de la hija ya adulta, interpretada por Seyfreid, una asistente social que es incapaz de amar y que suple esa falta de cariño de formas algo problemáticas. Según pasan los minutos y alternando narraciones, De padres e hijas se antoja una película larga precisamente porque no es capaz de establecer una conexión clara entre esa niña feliz con su padre pese a echar de menos a su madre y esa joven de tendencias tan peligrosas y que no sabe gestionar su amor. De hecho, la conexión entre ambas partes no llega a ocurrir.

Es, claramente, la forma en que Muccino quiere que el guión de Brad Desch trascienda el tono de telefilme y adquiere un porte más maduro, un acabado más trabajado, pero no lo consigue. El peso de la película queda, por tanto, en ambas partes de la historia por separado y en los actores. Y ahí, a pesar de algún que otro diálogo que se cae por el peso de su propia pomposidad (la última escena de Diane Kruger viene a ser un ejemplo perfecto), De padres a hijas sí se sostiene. Por supuesto, como cabía esperar, lo mejor lo aporta Crowe, que sigue siendo uno de los actores más camaleónicos que hay en el cine actual, capaz de interpretar con la misma fuerza a un héroe de acción que a un padre pasando por momentos verdaderamente difíciles, en lo familiar, en lo personal, en lo económico, en lo profesional y en su salud. Él es quien asume la carga de sensibilizar al espectador y lo hace con enorme brillantez.

Como De padres e hijas podría haber sido una película que se hubiera quedado en un retrato de actor y nada más (como, por ejemplo, lo fue Siempre Alice con la figura de Julianne Moore, que logró el Oscar por ese papel), Muccino rodea a Crowe de un reparto muy sólido, pero que, al final, queda desaprovechado por la desconexión entre las dos historias y porque partir la película por la mitad recorta el desarrollo de varios de ellos. A ratos, De padres e hijas se olvida de la enfermedad de su protagonista. A ratos, del vacío emocional de la hija. A ratos, de esa cuñada llena de rencor. Y a ratos de ese vacío que queda en la película por la enorme elipsis que separa los dos tiempos que narra. Hay momentos interesantes y buenas actuaciones, pero en el fondo la película no consigue escaparse de esa temida sensación de telefilme. Digna, pero escasa.