viernes, mayo 29, 2015

'Tomorrowland', soñadores, reuníos

Viendo su propuesta, puede que Tomorrowland sea una película injustamente desdeñada por la sencillez de su desarrollo, por su ausencia real de sorpresas o incluso por su tono optimista, que tan poco parece gustar en nuestros días, pero eso es justo lo que hace del último filme de Brad Bird un título formidable. Bird, como J. J. Abrams, es un nostálgico que apuesta claramente por llevar al siglo XXI el tipo de cine que Steven Spielberg y sus afortunadamente locos seguidores hacían en los años 80. Si Tomorrowland se hubiera podido hacer en esa década, hoy, pese a sus defectos, rondaría la categoría de pequeño clásico. Pero se estrena en 2015, cuando el impacto de una imageniería visual tan poderosa y un espíritu tan optimista como el que se ve en la película ya no es tan extraordinario en el público general como lo fue en las impresionadas mentes que crecieron en los años 80. Y, sí, la película acaba adoptando la excusa de los parques temáticos de Disney y es un homenaje en toda regla a los grandes nombres de la ciencia ficción literaria y cinematográfica. Soñadores, reuníos. Ese es el mensaje que la película transmite dentro y fuera de la pantalla.

Y, la verdad, resulta difícil quedarse con lo malo cuando esas son las intenciones. Algo negativo sí hay en el resultado final, y es que no funcionan igual de bien todos los elementos que Bird pone en la pantalla siguiendo un guión escrito por él mismo y por el siempre controvertido Damon Lindelof. En unos 130 minutos que se pasan volando, sí es verdad que hay algunos tramos algo farragosos y algún que otro personaje desaprovechado, sobre todo el de Hugh Laurie, que arranca formidablemente bien en el primer tercio del filme, probablemente lo mejor desde el punto de vista cinematográfico (antes de que el festín visual sea el protagonista principal), pero se acaba quedando a medio camino en el clímax. Con todo, Bird supera con facilidad todos los problemas que pueda tener el filme haciendo un maravilloso ejercicio de actualización nostálgica. Es el cine de siempre, el que tantos elogios acaparó durante décadas, pero realizado con una factura contemporánea, lo que implica un despliegue visual impresionante, y con el enorme talento que tiene su director.

Ver Tomorrowland como un simple homenaje o como un simple ejercicio nostálgico, y que quede claro que Bird no reniega de ninguna de esas dos condiciones, sería no apreciar la montaña rusa que es la película o lo atractivo que es el concepto que maneja. Es, efectivamente, una respuesta a la madurez que dice haber alcanzado el entretenimiento popular mediante la violencia, el dramatismo, los finales oscuros y los personajes siniestros, con la forma de una aventura juvenil y de ahí el protagonismo de las jóvenes Britt Roberson (auténtico centro de la película por mucho que los créditos aúpen el nombre de un George Clooney cada vez más metido en el papel de estrella que aumenta la dimensión de cada proyecto en el que participa) y Raffey Cassidy, especialmente esta última, que tiene una belleza especial, una intensa mirada que no en vano le permitió interpretar al mismo personaje aunque de menor edad que Eva Green en Sombras tenebrosas.

Bird ensambla una historia de ritmo alto y, sobre todo, de fascinación continua. No demasiado compleja, porque en el fondo algunos referentes ya se han explorado con anterioridad, pero sí terriblemente entretenida porque la película es un espectáculo visual apabullante, que tiene además unos efectos especiales a ratos más sencillos que de costumbre pero con un resultado increíble. Esa sencillez que domina Tomorrowland prácticamente durante todo el metraje es, posiblemente, el mejor argumento que puede tener una crítica tanto a favor como en contra de la película. Pero aceptarla como reflejo de un cine que hoy, por desgracia, no se hace con tanta frecuencia es el mejor camino para disfrutar la película. Y es una película con la que se puede disfrutar muchísimo. Como aventura, con el mismo toque de nostalgia que ya evidenció el Super 8 de Abrams pero desde otro enfoque, y como reivindicación de un cine diferente y sorprendentemente en peligro de extinción.

'Nuestro último verano en Escocia', buen rollo audaz y divertido

Si hay un cine particularmente necesario a pesar de su intrascendencia general, ese es el cine de buen rollo. Aún con sus tintes de drama, Nuestro último verano en Escocia pertenece a ese grupo de películas que, sin pretender un hueco en la historia del cine, ofrece una diversión sincera. Y, ojo, que eso no significa que sea fácil de hacer, ni mucho menos. La historia del filme es tan realista como compleja, ya que sigue las peripecias de un matrimonio con tres hijos que está en proceso de divorcio y que decide guardar las apariencias para acudir a la fiesta por el 75º cumpleaños del abuelo. Con esa sencilla premisa y con un espléndido uso de los actores infantiles y sus personajes, la película se convierte en un maravilloso canto a la vida que es capaz de encontrar la comedia incluso en los momentos más duros y trágicos de la realidad cotidiana. Como casi todas estas películas, acaba sucumbiendo al final al deseo buenista que preside todo el filme y la resolución no termina de estar a la altura, pero ese es un detalle menor en un filme muy entretenido.

Razones hay muchas, pero las fundamentales hay que encontrarlas en el guión de Andy Hamilton y Guy Jenkin, a la vez directores del filme (su primer largometraje comercial después de una amplia experiencia en televisión). Es divertido, pero a la vez real e incluso, por momentos, reflexivo y profundo. El golpe de timón que ofrece mediado su metraje es medido y muy acertado y sobre todo sabe jugar muy bien con todos los personajes, a los que da un papel preciso en el enredo familiar que propone. Pero si hay algo que eleva el filme por encima de la media es el trabajo de y con los tres actores infantiles, Emilia Jones, Bobby Smalldridge y Harriet Turnbull, tres pequeñas estrellas que aportan una frescura impagable en sus miradas y en sus diálogos hasta el punto de que cabe dudar si están ya en el guión de Hamilton y Jenkin o formar parte de una maravillosamente bien dirigida improvisación. Ellos y sus papeles son lo mejor de la película con diferencia.

Y aunque es fácil que las miradas se las lleven todas los pequeños intérpretes, con todo merecimiento además, lo cierto es que en el guión hay muchos temas interesantes. La películas es una reflexión sobre la vida, sobre la forma en la que usamos el tiempo que tenemos, sobre la familia, sobre el hecho de ser adultos, pero también se detiene en los sueños, en los caminos que estos nos abren en la vida, y algo más de puntillas también se atreve a acercarse al papel de los medios de comunicación y el trato más sensacionalista de algunas noticias. La extravagancia final de la historia, aún siendo divertidísima y audaz, es lo que consigue que la película se aleje del retrato social en clave de comedia que parecía ser, pero al mismo tiempo aporta una alocada capacidad de sorpresa que, de alguna manera, hace que la película sea imprevisible y muy divertida incluso cuando sus autores parecen perder ligeramente el control de la misma.

Eso sucede en los últimos quince o veinte minutos de Nuestro último verano en Escocia (por cierto, otra traducción bastante desafortunada por una sutileza que se entenderá viendo el filme), pero no borra la sonrisa de la cara. La película desborda simpatía, e incluso sobrevive con un reparto brillante a la descompensación que a veces provoca en el público menos versado en filmografías como la británica el que haya un rostro más conocido (en este caso el de Rosamund Pike) en un bloque pensado para ser homogéneo y que en este caso está formado un espléndido grupo de actores británicos menos conocidos para el público general y entre los que destacan David Tennant, dando vida al marido de ese matrimonio protagonista, y Billy Connolly, interpretando al abuelo de la familia. Incluso aunque al final se sienta esa intrascendencia que hay en la película (¡bendita intrascendencia de vez en cuando!), parece difícil no sentirse entretenido o incluso enternecido por lo que cuenta Nuestro último verano en Escocia, un retrato familiar y social divertido, ameno y sobre todo muy realista.

'It Follows', un homenaje bastante vacío

Viendo It Follows es bastante fácil sentir un deseo de homenaje a clásicos del género de terror como George A. Romero o, sobre todo, John Carpenter (por más cosas que la música, aunque sea lo más evidente). Pero se trata de un homenaje que resulta bastante más vacío de lo que pueda parecer y bastante más tramposo de lo que se debe aceptar. Si este tipo de cine de terror, que por otro lado realmente no consigue una sensación auténticamente aterradora, se sustenta en los aciertos de su propuesta, hay demasiados elementos discutibles y demasiadas trampas a las normas que impone para que se pueda tomar muy en serio. Y es una pena, porque David Robert Mitchell sabe rodar, de una forma pausada y clara para que se vea lo que se tiene que ver, pero hay un exceso de elementos inexplicables, incluso dentro del apreciable deseo de no resolver todo lo que pone sobre la mesa para no arruinar la fantasía.

Contar lo que plantea It Follows supone desvelar demasiado, especialmente sobre el primer tercio de la película. Basta con decir que la protagonista, interpretada por Maika Monroe, es perseguida lentamente por un horror que puede adoptar diversas formas y que sólo ella ve. Hay un referente poco citado a la hora de hablar de esta película que es un formidable episodio de Cuentos asombrosos que dirigió Martin Scorsese, Mirror, Mirror, en el que un escritor de terror, una especie de Stephen King, se ve acechado por una de sus creación, que lentamente se va a acercando para matarle pero que sólo ve en los espejos. La diferencia es que aquí se introducen matices sexuales que resultan algo extemporáneos, que en los años 80 habrían podido ser una metáfora sobre el sida pero que hoy en día casi parecen un recurso fácil para llamar la atención. El sexo vende, sin más.

Lo que sorprende de It Follows es que los elementos que quedan en el aire no se limitan sólo al origen del mal que se describe. Eso habría sido lógico, pero no es fácil asumir la gran cantidad de vacíos que hay en el filme, hasta el punto de que hay más de un personaje (y la película se sustenta sólo en seis) del que cabe preguntarse cuál es su papel en la trama más allá del relleno. La curiosidad por ver cómo se resuelve esta historia podría haber bastado para hacer de la película un aceptable relato de intriga sbrenatural (más que de terror, hay que insistir), pero cuando uno apuesta por una fantasía, hay que atenerse a las normas, dejarlas claras y no quebrarlas a conveniencia. It Follows se salta las suyas de una forma bastante absurda, dejando lo difuso en un terreno que roza lo absurdo, y sin que se pueda decir mucho más para no reventar algunas secuencias o detalles del planteamiento.

Dejando a un lado los agujeros del guión o del propio planteamiento, que pueden ser objeto de un extenso debate una vez vista la película, a Mitchell se le puede valorar positivamente por su arriesgada forma de buscar el desasosiego en el espectador. Arriesgada precisamente porque no es la más común en el cine actual, y sí remite a directores como los mencionados. Pero eso no basta para que los personajes transmitan la empatía necesaria o para que la historia avance de una forma coherente. De hecho, no lo hace, y por eso acaba cayendo cual castillo de naipes, quedando únicamente un par de escenas impactantes como tarjeta de visita de su director pero sin que se tenga la sensación de estar ante un título verdaderamente terrorífico como claramente se pretendía. Y lo peor es que, cuanto más se piensa, más incoherente parece todo el conjunto.

'Son of a Gun', tan poco original como entretenida

Hay quien dice que en cine está ya todo inventado. Sin ser eso cierto del todo, sí es verdad que hay clichés que se repiten una y otra vez. Eso, en realidad, no es lo que marca la frontera entre una buena y una mala película. Son of a Gun es de las buenas. No de las memorables, pero sí de las que tienen la dignidad de cumplir con esa función de entretener con solvencia. Eso no impide que su propuesta, debut en la dirección del también guionista del filmem Julius Avery, sea poco original. No lo es, da la impresión de que sí va a innovar aunque sea ligeramente con un arranque carcelario interesante, pero con el salto a la vida fuera de los muros de la prisión se va adentrando en terrenos cada vez más conocidos e irregulares. Eso sí, la película deja unas buenas escenas de acción, controladas pero competentes, y especialmente un buen reparto, encabezado por un Ewan McGregor que a veces da la impresión de que si se soltara algo más podría llegar a ser mejor actor de lo que suele mostrar.

Son of a Gun cuenta la historia de un chaval de 19 años al que encierran en prisión. Sólo seis meses, en realidad nunca se llega a decir la causa, pero le bastarán para meterse en problemas. Se los solucionará uno de los líderes de los presos, a cambio por supuesto de su ayuda cuando esté fuera. Así se entabla una curiosa relación con la que la película juega acertadamente, a medio cambio entre la del jefe y el subordinado, el padre y el hijo y unos socios al mismo nivel. Puede que, en realidad, no haya demasiada profundidad entre los personajes (a excepción de su última conversación, que quizá dice más de ellos que todo lo anterior), pero fluye bastante bien dentro de la historia de atracos y criminales que propone Avery. Y sí, todo eso forma parte de los tópicos en los que cae, pero resulta evidente que su director no ha querido correr demasiados riesgos, sólo hacer que todo funcione (o parezca funcionar, que de todo hay) para llegar a los mínimos exigibles.

Eso lo hace con bastante facilidad. Primero, porque deja que los actores se hagan con los personajes, respetando los clichés pero sin hacerlos demasiado evidentes, apostando por la solidez del grupo aunque se pueda destacar a sus tres protagonistas. A Ewan McGregor da gusto verle en este papel casi de antihéroe, con toques al mismo tiempo de mentor y de criminal, alejado de los toques de comedia que tanto le suelen gustar y abriéndole horizontes en los que no suele moverse, y la joven pareja protagonista, la que forman Brento Thwaites (protagonista de La señal) y Alicia Vikander (Ex Machina o El séptimo hijo) se desenvuelve bien en lo que les toca. En segundo lugar, Avery no rueda mal, especialmente cuando tiene que mostrar algo más que unos personajes hablando entre sí. Tiene una pieza de acción cumbre en la película, la escena del atraco en su conjunto, y la lleva con bastante nervio, dando la impresión de sacar algo más de lo que habría sido normal con los medios que tenía.

No hay que esperar nada rompedor en Son of a Gun, ni en la historia ni en la forma en que Avery la ha llevado a la pantalla, pero sí que hay que reconocer una solvencia más que interesante. Aún teniendo sus altibajos, que los tiene y quizá sean más de los que a su director le habrían gustado, la película nunca pierde el interés, funciona francamente bien en su introducción como drama carcelario y con cierta holgura a partir de ahí como aventura de ladrones que planean grandes robos para poder sostener el lujoso estilo de vida que es obligado mostrar para envidia del espectador. Tópica, sí, incluso en una resolución que, como suele ser habitual en el cine moderno, exige una gran benevolencia por parte del espectador. Pero es al mismo tiempo un thriller agradablemente entretenido en el que además se puede encontrar a un buen McGregor haciendo algo que para él sí parece diferente.

viernes, mayo 22, 2015

'Poltergeist', la deriva del cine de terror

Habrá que suponer que el cine de terror de nuestros días es algo como Poltergeist, porque de lo contrario es difícil entender qué ha pasado para que este género ya no sólo no dé miedo, algo que se podría atribuir a la mayor o menos calidad de cada película individual, sino para que el tono y la forma en la que se hacen los filmes sea tan soso e industrial. El problema está en que ahora se cogen historias clásicas, de la que sí daban miedo, se les pasa un filtropseudo cómico, se le añaden los resultados de un par de estudios de mercado y se les dan a directores de relativa poca experiencia con el fin de ganar unos pocos dólares que justifiquen la inversión, normalmente entre quienes no sepan nada de la película original o entre quienes tengan curiosidad de ver qué han hecho con ella para actualizarla. No es especialmente buena ni tampoco es un desastre insalvable, pero es un mal síntoma de los tiempos por los que pasa el género.

Lo más reprochable de este nuevo Poltergeist es que, en realidad, le preocupa poco su referente. No quiere contar una historia del mismo tono que la que plantearon Tobe Hooper y Steven Spielberg y no busca los mismos objetivos que el memorable filme de 1982, simplemente aprovecha la base para que en su metraje aparezcan las escenas y frases más emblemáticas, adecua lo que le interesa a estos tiempos políticamente más correctos (el cementerio ya no es indio, hay que incluir una hija adolescente para atraer a ese tipo de público, la medium ya no es aquella mujer enana sino casi una especie de telepredicador) e introduce un tono amable de comedia bastante incomprensible. Lo hace a lo largo de toda la película, pero si puede quedar alguna duda hay una secuencia detrás de la primera parte de los créditos finales que termina de despejar las dudas.

La comparación entre película original y remake es, obviamente, imposible. Gana con mucho la original, porque aquella provocaba auténtico terror, terminaba y la experiencia era tan intensa como la que vivía la familia protagonista. Aquí, incluso admitiendo esa nueva forma de entender el género, la película no da nunca la impresión de arrancar. El terror, que realmente no hay, es muy previsible, muy simple, muy fácil. Y la imaginería digital no consigue ni la décima parte del efecto que podrían los efectos especiales que se rodaban en cámara o de una forma mucho más artesanal hace ya más de 30 años. Como este Poltergeist no despierta las mismas emociones que el de Hooper, no entusiasma visualmente como aquella y no está tan bien llevada como la cinta que pretende reimaginar, es obvio que el remake es una pérdida de tiempo, más allá de comprobar que una niña que no se llama Carol Anne sino Madison dice aquello de "ya están aquí".

En realidad, la película de Gil Kenan (¿cómo interpretar que sea también el director de la más que interesante cinta de animación Monster House?) se sostiene mínimamente por dos razones. La primera, que la base argumental es atractiva, por mucho que tratar de copiar por encima lo que se hizo en 1982 no baste para convencer a un público que ya ha visto demasiadas películas de este estilo desde entonces. La segunda, que el reparto hace lo imposible por meterse en sus papeles, sobre todo Sam Rockwell y la por desgracia no demasiado valorada Rosemarie Dewitt, que están muy por encima del nivel de la película. Esas dos cosas no bastan para que este Poltergeist sea una película que merezca la pena, ni como filme ni como remake, pero sí hacen que no sea un desastre. Simplemente es un síntoma de que hoy en día hay mucho cine que se hace de esta manera.

'Caza al asesino', los misteriosos caminos hasta el despropósito

Hay muchas formas de convertir una película en un despropósito y Caza al asesino parece que se ha dedicado a coleccionarlas. La película es, efectivamente, un auténtico despropósito. Arranca con ideas que podrían haber dado para un interesante thriller político de denuncia, que es probablemente lo que explica la presencia de Sean Penn, pero eso acaba tan diluido que apenas llega a la categoría de McGuffin. Pasa así a ser una película de acción, que es lo que justifica que Penn se haya musculado hasta el punto de parecer un trasunto de Sylvester Stallone, algo tan innecesario como muchas de las escenas de la película con las que se justifica su habilidad para ser el perfecto asesino sin corazón o ese rocambolesco triángulo amoroso sencillamente imposible de creer. Y finaliza siendo una postal turística, en este caso de Barcelona, que termina en el más inverosímil de los escenarios, hasta el punto de que en los créditos hay que introducir una nota que actúa como enmienda a la totalidad y colofón al enorme despropósito que es el filme.
 
La verdad es que da pena que la película de Pierre Moral, director de Venganza, sea tan deficiente porque en la película había elementos interesantes, incluso partiendo del inevitable cliché del agente (a uno u otro lado de la ley) que se ve obligado a retomar su actividad por los ecos del pasado. Pero el problema es que todo es superfluo. Se toma como base el conflicto en la República Democrática del Congo, pero eso pierde tanto interés que desaparece hasta una nota final, una tardía llamada a la reflexión por cuestiones que la película no quiere aprovechar. Y el clímax acontece en Barcelona, pasando antes por Londres y Gibraltar, y no en cualquier otro lugar del mundo probablemente porque es la ciudad que ofrecía unas condiciones interesantes para rodar (económicas, por supuesto, y no hay más que ver el rótulo de neón que se atisba desde la habitación del personaje de Penn o cierto lugar emblemático iluminado de noche como quien no quiere la cosa).
 
Todo es tan conveniente para los propósitos puntuales de la historia que excede claramente la ingenuidad, pide demasiado al espectador para lo poco trabajado que parece todo. Sin más consideración, cada elemento que se ve es terriblemente simplista, desde la insinuación en la primera parte de la película de un triángulo amoroso entre los personajes de Sean Penn, Javier Bardem y Jasmine Trinca hasta la forma en que se resuelve la historia, pasando por la participación de dos secundarios sin apenas papel como Ray Winstone o Idris Elba (¡que incluso aparece en el cartel a pesar del mínimo tiempo que tiene en pantalla!) o la ejecución de algunas secuencias que no tienen mucho sentido. En ese terreno, ni siquiera las escasas escenas de acción parecen bien rodadas o culminadas, y los actores no parecen saber qué hacer tampoco con sus personajes. Penn mantiene mínimamente el tipo, aunque por momentos dé la impresión de que sólo pretende lucir musculatura a su edad, y Bardem es quien mejor ejemplifica la falta de sutileza que afecta a toda la película.

 
Caza al asesino tiene además otro defecto demasiado habitual en el cine de este estilo, y es su duración. Rondando las dos horas, ni siquiera es capaz de ofrecer una historia atractiva. Los pocos elementos que tenía interesantes se van pasada la primera media hora y por mucho esfuerzo que se ponga en aceptar la poca verosimilitud de la película es imposible aceptar nada de lo que sucede a partir de la necesidad de hacer hablar a Bardem en inglés en una conferencia en la que le han hecho una pregunta en español simplemente para que Penn le pueda interrumpir o con ese viaje casi instantáneo entre Barcelona y Gibraltar por carretera, de noche y con un personaje enfermo al volante. Esas son las anécdotas, pero ilustran a la perfección la enorme cantidad de cosas que no se han pensado antes de llevarlas no ya al montaje final de la película sino incluso a su mismo rodaje. Qué fácil resulta en nuestros días hacer mal las cosas en el thriller de acción.

viernes, mayo 15, 2015

'Mad Max. Furia en la carretera', un espectáculo pensado para apabullar

No hay más forma de analizar Max Max. Furia en la carretera, esta especie de secuela, remake o reboot de aquella pequeña película de 1979 con Mel Gibson como protagonista y que acabó convirtiéndose en una leyenda, que como un espectáculo pensado para apabullar. Son dos horas frenéticas, salvajes, extremas y sin límites, en las que explotan mil cosas, se viven las persecuciones más brutales, desfilan por la pantalla los personajes más extravagantes y se vive una auténtica experiencia a nivel visual y sonoro que, sí, apabulla. George Miller retoma su propio universo para transportarlo no ya al presente sino al futuro, y lo que en 1979 era de una manera ahora ha pasado por un filtro de auténtica locura para recargarlo de adrenalina, jugando con el aspecto visual para hacer por la saga lo que 300 hizo por el cine de acción en general y dando una velocidad a veces artificial que le aleja de los espartanos de Frank Miller que Zack Snyder llevó al cine. Apabulla, sin duda, y eso es lo mejor y lo peor de este descomunal y grandilocuente blockbuster.

Lo peor, empezando por lo negativo, porque de apabullar a aturdir hay sólo un paso. Incluso logrando lo primero, hay momento en que lo segundo es algo inevitable, y eso es algo que se palpa con claridad cuando hay un primer respiro, un fundido a negro, que llega tras media hora frenética. Como el objetivo es ese, es evidente que no hay que buscar historia en la película. No la hay, y de hecho detenerse en ella invita a pensar en su resolución como algo francamente decepcionante. Incluso da toda la impresión de que Max, ese personaje que ahora recae en Tom Hardy, no es ni de lejos el protagonista de este filme, que apuesta por un retrato más coral pero en el que es imposible no rendirse ante las inagotables cualidades de Charlize Theron, siempre convincente, incluso en este descomunal tour de force al que se ven sometidos todos los actores que desfilan por la pantalla y en el que ella sobresale precisamente porque la película, de alguna manera, quiere primar el lado más femenino en un mundo tan lleno de suciedad y testosterona.

Pero es lo mejor porque resulta casi imposible resumir los inmensos aciertos que hay en la película. Habría que empezar alabando su valentía por ser un producto terriblemente atípico, mucho más con la firma de un gran estudio, en este caso Warner. Es una película diferente, única, un clímax constante, imparable y contundente, una obra de precisión que hace que todos los trucajes visuales sirvan a lo que se quiere mostrar. Cada vehículo, sean motos, coches o camiones, tiene un papel en la película y la nómina de especialistas se ha ganado con creces el sueldo que hayan cobrado porque hay una brutal verosimilitud en cada alocada maniobra que ejecutan ante la cámara de Miller. Apabulla, de nuevo esa es la referencia, pensar en cuántas horas se habrán dedicado a planificar unas coreografías tan magníficamente ejecutadas y no sorprende que la película se rodara en 2012 y desde entonces haya vivido su fase de prosproducción, de montaje y de rodaje de nuevas tomas, porque es inabarcable todo lo que hay en pantalla.

Hay tanto que enseñar, que en realidad hay poco que contar. La película no es más que una persecución de ida y una de vuelta, interrumpidas por breves interludios con los que se quieren presentar a los personajes (en el caso de Max, de una forma muy efectista y algo floja), e incluso llega a dar la impresión de que las frases de más cuatro palabras están proscritas en el guión. Es, como ha venido a decir el propio Miller, un enorme McGuffin, porque lo que de verdad le interesa es llevar a la pantalla un lenguaje cinematográfico de acción sencillamente brutal. Y eso, lo borda. Mad Max. Furia en la carretera no tiene frenos ni límites, es una auténtica salvajada de principio a fin pero que está ejecutada con un mimo y una maestría excepcionales. Es que hasta las bizarradas más intensas, como esa indescriptible inclusión en el escenario de la película de la también apabullante música de Junkie XL, acaban siendo sencillamente perfectas. Si se sobrevive a la agitación de la butaca y a que los tímpanos sufran, claro. Aceptando eso, intachable.

'La profesora de historia', espléndida lección de esperanza

A veces uno tiene la impresión de que las películas esperanzadoras no están de moda. Que vende más lo morboso, lo truculento, lo insano , lo que explora terrenos humanos más desagradables, sea el género que sea. Y cuando uno ve una película como La profesora de historia (que no es la traducción que necesita Les Héritiers) se da cuenta de que esa sensación es absurda, porque películas así no pueden pasar de moda nunca. Puede que no tenga un público claro, que esté lejos de lo que demanda ahora mismo el mercado, pero su hermosa mezcla de cine, historia y análisis social hace de ella una de esas películas necesarias, una de esas que provocan sensaciones, que mueven y conmueven a un lado y a otro de la pantalla. Y no pasa nada por tener la certeza de saber qué va a pasar, porque es una película de esas que buscan buen rollo, porque Marie-Castille Mention-Schaar compone una película hermosa y sutil, que no cae presa de su manido tema de fondo (el holocausto judío) y se convierte en un formidable pedazo de realidad.

La tarea que aborda no es sencilla, porque de alguna manera las comparaciones con la formidable Hoy empieza todo de Bertrand Tavernier se podrían dejar sentir desde que se entiende la película como una mirada al sistema educativo francés, aunque su prisma sea completamente diferente. Porque La profesora de historia es, por encima de todo, una historia esperanzadora. Primero pone la piel de gallina viendo la realidad educativa, cómo afrontan algunos chavales oportunidades de tener una formación, el poco respeto por la autoridad del profesor o el nulo interés por salir de la mediocridad. Eso es la primera media hora de la película, un retrato tan preciso como terrible, duro pero desgraciadamente realista y verosímil. Y a partir de ahí Mention-Schaar, coautora del guión junto a uno de los jóvenes protagonistas, Ahmed Dramé, hace evolucionar el filme de la misma forma que evolucionan los chavales que forman la clase de esa profesora que da título en España a la película.

¿Previsible? Puede ser. Pero grandiosa en tantos aspectos que eso acaba dando igual. No hay que olvidar que es una película sobre una profesora y una clase, sobre un proyecto relacionado con el genocidio judío por parte de los nazis, y eso lleva el filme a terrenos ya conocidos, fácilmente lacrimógenos. Pero la película no es sensacionalista, sino realista. El holocausto es la forma en la que se traza un retrato excepcional de una veintena de chavales. Si ya es difícil sacar adelante una película coral, acertar en el retrato de cada uno de los alumnos con tanta brillantez es digno de elogio. Porque son ellos los protagonistas de la película. No es la profesora, aunque el trabajo de Ariana Ascaride sea tan soberbia como la forma en que esa mujer está escrita en el guión, no es el holocausto o la memoria. Son estos chicos, son ellos quienes dan forma a una preciosa loa sobre la necesidad de la educación para que cualquiera, en cualquier momento, pueda abrir los ojos al mundo.

Ese es el valor de La profesora de historia, haber sabido conjugar un cine de buen rollo, que no deja de ser en ningún momento una vez que abandona su primer acto, con el documento social de categoría. Hay tantos gestos, tantos detalles, tantas miradas y tantos diálogos que merecen la pena en la película que sólo queda admirar la mezcla que ha hecho su directora. Tiene una enorme dificultad hablar en apenas 105 minutos y con tanta precisión de historia, de educación, de racismo, de violencia y de tantos otros temas que se van deslizando en la película, que cualquier elogio se queda corto. Pero quizá lo que hace de La profesora de historia una película única esté en la forma en la que termina, con una escena que lleva de nuevo al comienzo del maravilloso ciclo de la enseñanza. La película muestra los resultados de hacer bien un trabajo, esa es su principal lección, ese es su mensaje de esperanza. Uno de ellos, en realidad, porque bajo la epidermis histórica y social del filme hay muchos elementos que conmueven. Por eso es una pequeña gran joya.

viernes, mayo 08, 2015

'A cambio de nada', un gran universo a medias

Hay mucho y muy interesante en A cambio de nada, y sin embargo queda la sensación de que demasiado se ha quedado a medias. Daniel Guzmán, guionista y director del filme, crea un universo muy intenso, emocionante y bien construido, con unos personajes atractivos y un espléndido retrato urbano a través de los ojos de una adolescencia conflictiva. Pero, al mismo tiempo, da la impresión de que algunos temas quedan demasiado sueltos, que algunos personajes no llegan a alcanzar su verdadero potencial y que la misma película se pierde ligeramente en el intento de presentar con un positivismo excesivo lo que podría haber derivado en un mosaico mucho más turbio y pesimista, quizá siendo así más verosímil de lo que acaba siendo. Guzmán consigue una buena película, pero se conforma con mostrar sin conducir, la suya es una mirada muy limpia, muy propia casi del documental pero no la termina de llevar a la historia a un terreno más personal y carismático.

Es obligado insistir en los aciertos que tiene el filme porque son bastantes. El esencial es que consigue que el entorno en el que se mueve Darío (Miguel Herrán), el adolescente protagonista, sea terriblemente interesante y esté cargado de vida, desde su vida como estudiantes a cómo le afectan los problemas de sus padres, pasando por sus ambiciones de ganar dinero rápido o su despertar sexual. El empleo de las localizaciones es igualmente espectacular, y su mirada hacia el Madrid menos turístico esquiva todos los maniqueísmos en los que podría haber caído para convertirse en un entorno creíble y muy adecuado. Y, por supuesto, es interesante destacar que Guzmán ha sido capaz de ensamblar un reparto formidable, mezclando rostros nuevos y veteranos, chavales jóvenes a los que es muy fácil creer y veteranos que dan algo más de caché al resultado final, destacando sobre todo las apariciones de Luis Tosar y María Miguel, interpretando a los padres de Darío.

Pero de alguna manera la película no termina de romper y ser algo más, porque el guión es escaso y sin objetivo claro. El resultado es bueno, interesante, realista y socialmente interesante. Pero a Guzmán le falta un sello más definido, algo que lleve a pensar que esta es una película suya, no una derivación de Barrio con un protagonista algo más adulto, no un cajón desastre de temas bien presentados pero no aprovechados en su conjunto (la separación de los padres se diluye tras la primera media hora, la relación con la vecina deja entrever que hay mucho más que se acaba perdiendo, la presencia del abogado podría haber dado más juego...), e incluso una película de mensaje debatible, porque en el fondo no deja de ser el retrato de un joven delincuente que queda algo glorificado. Esto, no obstante, es soñar por soñar. Es lo que A cambio de nada podría haber alcanzado desde una base bastante atractiva que si tiene.

Y lo mejor es quedarse con eso, con los muchos detalles positivos que le sirven de aval, aún pensando que la película podría haber mejorado con algún retoque más y puede que con algo más de ambición cinematográfica. Guzmán tiene frescura y sinceridad, aunque no toda la garra que le habría permitido una descripción más intensa y menos lineal. Con todo, por momentos juega admirablemente bien con personajes muy distintos entre sí y los hace encajar, algo que no es nada fácil, para que la historia mantenga el interés hasta el final, incluso asumiendo que la resolución es el punto menos creíble de toda la trama. A pesar de sus defectos, A cambio de nada es una notable historia sobre la amistad y la lealtad, hacia los demás y también hacia uno mismo, que sabe colocar tramas secundarias en el relato aunque sea más irregular a la hora de resolverlas.

'Suite francesa', un folletín despasionado

No es ninguna sorpresa anunciar que Suite francesa es un folletín, una historia inevitablemente de amor entre una mujer francesa, esposa de un soldado desaparecido, y un oficial alemán destacado en el pueblo cercano a París en el que se desarrollan los acontecimientos. Lo que sí es más sorprendente es que esa historia no encuentre el elemento que podría haber hecho que despegara, la pasión. A Suite francesa le faltan ñoñería, romanticismo y sensibilidad, le falta dar la sensación de que estamos ante la mayor y más imposible historia de amor jamás vista, le falta creerse lo que tendría que haber sido. Y no le falta todo esto, que lo necesita, sólo porque la película quiera ser algo más ambiciosa y mostrar los efectos de la ocupación nazi entre los vecinos de este pueblo, un tema que probablemente acaba cobrando más importancia, sino porque todo parece a medio camino, en todo parece que faltan explicaciones o que los actores tiran de manual más que sentir de verdad lo que tienen que transmitir.

Y ojo, que Suite francesa no es una mala película, no es ni mucho menos un nafragio aunque haya un momento (el de los manteles) en el que Saul Dibb, director del filme, apuesta directamente por una trampa emocional y narrativa que hace tambalearse el momento más tenso del filme y, en realidad, todo lo que intenta construir. Pero en general hay un esfuerzo apreciable de recrear la época, las sensaciones, las relaciones entre los personajes, franceses y alemanes, hombres y mujeres, ricos y pobres. Ahí la película avanza con cierta facilidad. Incluso arranca bastante bien, desde una parcela muy personal, la de Lucille (Michelle Williams) explicando la vida que le ha dejado la guerra y que su marido se haya marchado a luchar en ella dejándola atrás junto a su suegra (Kristin Scott Thomas), para mostrar el horror bélico desde una única secuencia, un bombardeo, que resulta bastante impresionante a pesar de mostrarse con una sugerente economía de medios.

Pero poco a poco la película acaba convirtiéndose en un ejercicio de buenos sentimientos por momentos algo forzado. Quizá falten escenas para desarrollar adecuadamente las relaciones entre algunos personajes, quizá es que Williams y Matthias Schoenaerts, a pesar de estas bastante metidos en sus papeles (y ella siempre un punto por encima porque tiene una maravillosa mirada melancólica), no consiguen transmitir juntos esa pasión de la que adolece el filme o quizá es que, en realidad, la película acabe por no ser especialmente creíble. No lo es en la historia de amor que plantea, tampoco en su retrato de una invasión nazi en la que hay demasiados conceptos maniqueos y simplistas, y lo que sobresale es precisamente esa relación entre vecinos, la que se establece entre los habitantes del pueblo. Ahí sí se consiguen las emociones que se buscan aunque muchas de esas pequeñas historias quedan demasiado sueltas (por ejemplo  la del personaje de una casi irreconocible Margot Robbie).

Suite francesa tiene un público muy determinado al que satisfacer y precisamente por eso no se sale de las líneas previstas. Es una película romántica y de época que se esfuerza en que la pareja protagonista luzca y el escenario histórico escogido esté bien llevado a la pantalla. Dibb tiene más éxito en lo segundo que en lo primero, y por eso la película no consigue ser algo más. No aburre, pero no emociona. Y no deja de ser curioso que el cine actual mida tan mal el montaje, porque probablemente la película habría mejorado con algunos minutos más que profundizaran en el vínculo musical que se establece entre los protagonistas o en las denuncias que se cruzan los vecinos del pueblo. 107 minutos no es algo exagerado para un filme que pide más, y sin embargo la costumbre es la contraria, la de alargar innecesariamente películas que se podrían haber contado en menos. Dibb, que no rueda mal, no mide bien, y eso deja Suite francesa a medio camino en casi todo.