viernes, mayo 30, 2014

'Al filo del mañana', las manías de Hollywood minimizan el impacto de un gran espectáculo

Que en Hollywood es donde se hacen los mejores espectáculos cinematográficos es algo que está fuera de toda duda y Al filo del mañana viene a cumplir esa norma. La última película de Doug Liman es un blockbuster veraniego en toda regla, con una apasionante historia de ciencia ficción, protagonizada con mucho carisma por Tom Cruise, que sigue siendo el perfecto héroe de acción, y Emily Blunt, que encaja a la perfección en la historia. Pero Hollywood, además de dominar las claves de ese cine espectáculo, también sabe cómo arruinarlo con cierta facilidad. El final de Al filo del mañana lo hace en una medida bastante importante porque le falta alguna que otra explicación que dé coherencia al conjunto y por la manía de hacer guiones y películas bien en base a estudios de opinión o bien con la autocensura de los autores derivada de años de conocimiento de la industria. Al filo del mañana necesitaba algo diferente de lo que se ofrece en la conclusión, y lo más probable es que todo el mundo implicado lo sepa. Cosas de Hollywood.

Y eso que durante la práctica totalidad de las algo menos de dos horas que dura la película (de la que, una vez más, es mejor no saber absolutamente nada ni ver los trailers) las sensaciones no podrían ser mejores. El guión, basado en una novela de Hiroshi Sakurzsaka, parte de una premisa muy atractiva, Liman rueda con mucha eficacia las escenas de acción y sitúa el relato en un efectivo entorno militarista de ciencia ficción, y Cruise y Blunt realizan la mencionada labor de dar carisma a dos personajes atractivos. El filme incluso tiene unas agradecidas dosis de valentía narrativa, de sorpresas en su desarrollo y de un sentido del humor que encaja a la perfección en la propuesta. Pero redondear las películas es algo que no termina de salir bien en la sumamente atractiva ciencia ficción contemporánea que nos llega de Hollywood. No se trata de estropear buenas ideas, no es ese el caso de Al filo del mañana, pero sí de cerrar la película de una forma harto predecible y difícilmente explicable. Tal y como acaba, la película pierde personalidad y, sobre todo, minimiza el efecto de lo que había conseguido hasta ese momento.

Obviando ese desacierto en el remate, la película cumple con creces porque sabe encontrar el tono adecuado para casi todo. Las influencias que recibe son incontables y las mezcla todas con mucha habilidad, creando una notable historia. No hacen falta muchas explicaciones o un prólogo épico para que, sin haber visto nada en realidad, sea totalmente creíble el escenario de guerra que se plantea, con un invasor alienígena como amenaza. Y, en realidad, como amenaza latente. El poco tiempo que aparecen en pantalla, una vez asumido que va a ser difícil captar su forma por una velocidad excesiva en su movimiento, es muy adecuado. Y el resto no parece, como en tantas otras películas, un intento de enmascarar la falta de presupuesto. No, todo encaja con mucha fluidez, la historia más épica, la que encarna el personaje de Blunt como héroe de guerra, e incluso la descabellada travesía del personaje de Cruise para acabar en el campo de batalla, con muy agradecidas intervenciones de actores igualmente notables como Bill Paxton (que no parece aceptar un papel en el que no se lo pase rematadamente bien) o Brendan Gleeson.

Todo ello, además, no se come en ningún momento a los personajes. Al contrario. Como en la mejor ciencia ficción espectáculo de los últimos años, se ven las motivaciones de los protagonistas, sus caracteres evolucionan en función de lo que sucede, enriqueciendo el resultado final, y su interrelación dice muchas cosas. Todo eso sucede en Al filo del mañana. Pero entonces, cuando el clímax es ya un ligero descenso en los méritos de la película porque no es lo más espectacular de la película (eso sucede en las varias escenas de la playa), llega ese discutible final. Y hay que incidir en ese adjetivo, discutible, porque es bastante probable que no todo el mundo lo perciba como algo negativo para el resultado final del filme. Pero toda la historia pedía a gritos algo diferente y Liman no lo da. El arrollador carisma de Tom Cruise (película tras película, no dejo de preguntarme qué se le puede reprochar como estrella hollywoodiense que es para que tantos críticos le tengan tan enfilado) hace el resto. Pero no se va la sensación de que con un final a la altura esta película podría haber sido mucho mejor de lo que ya es.

miércoles, mayo 28, 2014

'Welcome to New York', un despropósito desde el porno a la indiferencia

Es evidente que Abel Ferrara buscaba la polémica con Welcome to New York, que se hablara de la película aunque sólo fuera para destrozarla. No hay, en realidad, muchas más razones para hacer una cinta de un escándalo sexual-político-económico como el de Dominique Strauss-Kahn, acusado de un intento de violación cuando era presidente del Fondo Monetario Internacional y más que probable candidato a la presidencia francesa. La película es morbo, puro morbo. Porque arte, a pesar de que así la reivindica Abel Ferrara, no tiene mucho. Comienza como una película porno sin primeros planos genitales que se extiende durante media hora y después acaba cayendo en la más absoluta indiferencia, sin que el personaje protagonista (cuyo nombre se modifica para evitar sin éxito la anunciada demanda del personaje retratado) suscite el menor interés, sin que la dirección de Ferrera lleve a algo y sin que los detalles con los que la película quiere traspasar la pantalla y apelar directamente al espectador signifiquen absolutamente nada.

Que el morbo y la provocación son los motores de la película es algo que está claro desde el principio. Tanto, que el filme arranca con una palabras de Gerard Depardieu en una ¿pretendida? entrevista en la que habla, sin mencionarle, de la experiencia que supone interpretar a Strauss-Kahan. Poco recato en ocultar en que está basada la cinta, la verdad. Después, se ahonda en esa sensación con el consabido rótulo de "basado en hechos reales", aquí más largo y precavido. Y a partir de ahí, treinta minutos de orgía sin sentido, rodada de una forma algo confusa y muy poco personal, sin que entre medias se pueda inferir construcción alguna de personajes o de historia. No hay nada. Sexo sin más. Es decir, morbo que no conduce nada más que a eso, a la satisfacción que pueda sentir alguien por ver a un economista y político conocido en pleno acto sexual con otras personas a las que nunca se identifica y que no importan nada en el devenir de los acontecimientos y varias mujeres ligeras de ropa. ¿Arte, como dice Ferrara? ¿O simple provocación?

Si detrás de esa media hora de contenido sexual, sin más argumentos que los jadeos y gruñidos de Depardieu, hubiera habido una historia, la valoración habría sido diferente. Pero es que no la hay. Lo que filma Ferrara es una colección de escenas que, en realidad, no dicen nada, no enseñan nada, no retan al espectador de ninguna manera. Sin sello, sin personalidad, sin ritmo y sin alma, rozando el aburrimiento en muchos momentos, lo único que aparece en la pantalla es el devenir de Depardieu del hotel donde se produce el intento de violación al aeropuerto donde es detenido, de la cárcel al juzgado y de ahí a su casa, donde permanece hasta el final del caso. No se cuestiona su culpabilidad o su inocencia, no hay interés alguno es desarrollar la defensa que Devereaux, que así se llama el personaje en esta pseudoficción, quiere hacer de sí mismo como enfermo, ni siquiera se explota el papel de la esposa del protagonista (Jacquelinne Bisset), con la que mantiene confusas pero al menos atractivas peleas verbales, o su hija, un personaje que tampoco alcanza peso alguno.

Ferrara siempre ha sido un director que ha gustado de provocar a través del sexo, del desnudo o del escándalo, pero puede que nunca lo haya hecho de una forma tan insustancial como la que propone en Welcome to New York, que no se estrena en cines sino en plataformas de vídeo bajo demanda. Lo que ha filmado es una película que sólo pasará a la historia por el doble desnudo integral de un Depardieu muy poco interesante en el trabajo que hace en el filme y por la demanda de Strauss-Kahn. Lo demás no supera la calificación de despropósito. Al final de la película, de hecho, hay un diálogo bastante clarificador. La esposa de Devereaux intenta explicarle que lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia. Y justo ahí, cuando pasa el asombro inicial  y se entiende que lo que se está viendo ni siquiera es una caricatura, es adonde llega el espectador, a la indiferencia más absoluta. Es que ni siquiera las escenas de intentos de violación (la segunda es otro despropósito que ni siquiera pega con el momento de la historia en el que se produce) conmueven o indignan. Nada de nada. Sólo morbo.

lunes, mayo 26, 2014

'Viva la libertà', de genios y tramposos

Muchas veces el cartel de una película no hace justicia al contenido. Sucede con Viva la libertà, el nuevo filme de Roberto Andò protagonizado por Toni Servillo, al que la publicidad ya ubica como el protagonista de la alabada La gran belleza. El cartel de esta cinta italiana hace pensar en una especie de versión europea de Dave, presidente por un día, aquel filme en el que un tipo corriente tenía que sustituir al inquilino de la Casa Blanca para que nadie se diera cuenta de la ausencia por enfermedad de aquel, ambos interpretados por Kevin Kline. Y aunque Viva la libertà juega con esa idea, es mucho más que eso. No es una comedia tan pura y clara, aunque es muy divertida, sino que en realidad juega con muchos más elementos. Y quizá esa ambición no del todo satisfecha es lo que hace que la película no termine de ser redonda, pero contiene tantas escenas magníficas, que retratan el alma de los personajes con tanto acierto como el mundo de la política, que no cabe más que alabar sus muchos aciertos como sátira política sin duda pero también como historia humana.

El punto de partida de la película es divertido y valiente. ¿Qué sucede cuando un dirigente político decide desaparecer para aclarar sus ideas y olvidar la presión a la que está siendo sometido? Ese planteamiento todavía crece un poco más con una segunda pregunta que se plantea: ¿qué sucede cuando ese político comedido y cercado por las encuestas y los muchos problemas de su mundo es sustituido por un hermano gemelo con el que no ha hablado en 25 años y que es un filósofo bipolar? No han pasado más que diez minutos de Viva la libertà y esas dos preguntas ya están planteadas y ya han embaucado al espectador. Hasta ese punto, la película no es una comedia. Ni mucho menos. Es más bien un retrato de la sociedad actual, de la desafección hacia la política y, en un punto de vista original, del sufrimiento del político ante el rechazo que generan su persona y sus ideas. La comedia empieza a partir de ahí, pero es una comedia amable y realista, nunca una parodia.

Y, en realidad, también un relato doble, por cada uno de los caminos que han escogido los hermanos gemelos, que acaba por fascinar. Por un lado, es un canto de amor al cine y a la vida, a aquello que nos haga felices. Pero también es una reivindicación de una política diferente. La película se retrata, y lo hace para bien, cuando uno de los personajes dicen que ambos mundos, el cine y la política, están repletos de genios y de tramposos. Sin más trampas que las de entretener al espectador con los trucos del cine, la genialidad está en el planteamiento y en las actuaciones. Toni Sevillo introduce fascinantes matices en su doble papel que se extienden a lo largo de toda la película y sirven para proporcionar un espléndido final, y Valerio Mastandrea, que da vida al asesor del dirigente político, añade un magnífico contrapunto. Ambos, como también Valeria Bruni Tedeschi, llevan al espectador a reflexionar. Sus actitudes cambian, su mirada sobre la vida va evolucionando. Y eso es mérito de un muy buen guión pero también de los intérpretes.

Es verdad que quizá al final a la película le falta algo de ambición, sobre todo en la faceta más política del argumento (no hay continuidad en las escenas de los mítines, no se da intencionadamente un final a esa historia y más allá de la sonrisa que sacan esas escenas no se profundiza en las reuniones del hermano bipolar con otros dirigentes), que no llega tan lejos como parecía que podía hacerlo, pero el retrato humano de todos los personajes, que en realidad no dejan de hablar en ningún momento de la felicidad (o de la infelicidad) se basta para dejar un espléndido sabor de boca al finalizar la proyección. Y más con esa última secuencia, que habla muy a las claras de las máscaras que se usan en la vida, en la política y en el cine, esos mundos llenos de genios y de tramposos. En Viva la libertà hay más genios que tramposos y por eso la película es un divertido pedazo de realidad, algo retorcido para que encaje en el tono de fábula que le da Roberto Andò, pero igualmente creíble y sobre todo disfrutable.

viernes, mayo 23, 2014

'Dom Hemingway', un batiburrillo incompleto pero divertido

La primera escena de Dom Hemingway es la prueba de fuego para saber qué cabe esperar de la película. Si un espectador la encuentra divertida, adelante, la película va a divertirle, aunque asumiendo que no hay realmente una historia que contar. Si no la encuentra divertida y lo visto cuando aparece el título no ha llamado su atención, es el momento de asumir que los 90 minutos que dura el filme no van a ser los mejores de su vida. Porque todo lo que es Dom Hemingway está en ese par de minutos iniciales, en esa secuencia sexual nada contenida en su lenguaje pero cerrada en un plano fijo del rostro del omnipresente protagonista que da título a la película y que está encarnado por un extasiado Jude Law. Lo que sigue a esa escena es un batiburrillo en el que salen gangsters, chicas, drogas, dinero y demás elementos de un thriller pretendidamente gamberro pero en el que se juntan muchas cosas sin que quede claro en ningún momento qué es en realidad lo que estamos viendo o hacia dónde va avanzando. Por eso, el resultado es una película sumamente incompleta pero que, con un descaro enorme, divierte lo suyo.

Aunque se suele abusar del recurso de dar el nombre del protagonista a una película, en esta ocasión es perfectamente adecuado. Hay que olvidarse de la historia, de un final, de una estructura clásica, incluso de que lo sucede en la pantalla tenga en realidad alguna trascendencia como conjunto. Lo que importa es Dom Hemingway. Mejor dicho, todo lo malo de Dom Hemingway, todos sus defectos y su única virtud, su capacidad para abrir cajas fuertes. Richard Shepard, director de la película, se vuelca en el personaje y deja que Jude Law haga lo que quiera. Literalmente. Y se le nota tan desatado, tan metido en el papel, tan ridículamente creíble en la piel de este criminal borracho, mujeriego, malhablado, violento y maleducado que ya desde esa primera escena es difícil resistirse a su dudoso encanto. Siendo así, la película es disfrutable gracias a él, a lo que le rodea y a lo que se va formando a su alrededor, aunque importe más bien poco el motivo por el que arranca la película en prisión o lo que va sucediendo.

En todo eso no hay coherencia, ni hilo narrativo, ni siquiera un propósito consciente de mostrar el lado criminal, el humano o el irreverente de Dom. La película simplemente se deja llevar. ¿Que hace falta meter en la historia a una hija abandonada (Emilia Clarke) a la que ahora el protagonista intenta recuperar? Se mete. ¿Que hay que introducir al hijo de un mafioso negro con el que Dom nunca trabajó y que ahora ha heredado el negocio? Pues se le incluye. ¿Que da la impresión de que el igualmente divertido amigo de Dom (Richard E. Grant) en realidad sólo está en pantalla para dar la réplica al protagonista? Probablemente sea cierto. ¿Que hay que generar un elemento ya en el tercio final de la película que tendría que haber sido su comienzo? Se coloca ahí y listo. Nada de normas. Shepard, que es el director y el guionista, no las quiere para nada. Y Jude Law hasta agradece esa ausencia de constricciones, porque lo que importa de verdad es su retrato, su incontrolado lenguaje (verbal y no verbal) y los diálogos cortantes, irreverentes y a ratos desternillantes, de largo lo mejor de la película.

Dom Hemingway es así algo absolutamente inclasificable, una película a la que resulta absurdo buscar parecidos y que en realidad se basa en la irreverencia del personaje de Jude Law para crear un producto tan absurdo como entretenido. Y como se basa tan claramente en una bizarra rareza, se agradece que el invento se quede en 90 minutos. Porque por Jude Law y su tan exagerada como notable composición seguro que se podría haber pasado mucho más tiempo contándonos las batallitas de este despreciable pero en el fondo adorable tipejo de los bajos fondos. Y seguro que la fauna que desfila por la pantalla podría haber seguido creciendo hasta el infinito. Pero lo que muestran es más que suficiente para pasar ese buen rato entre el asombro (no siempre positivo, también hay que reconocerlo) y la carcajada. Es una propuesta original dentro de este subgénero de tipos desagradables que se viene dando dentro del thriller de criminales, y no sería raro que algunos la vieran demasiado original y la consideren como una película extraña que se les ha ido de las manos a sus responsables. Pero culpables o no, carcajadas provoca.

miércoles, mayo 21, 2014

'Grace de Mónaco', un cuento de hadas imposible e indefinido

Hacer una película sobre Grace Kelly sin Grace Kelly es probablemente una de las tareas más complicadas que se pueden acometer en el mundo del cine. Grace de Mónaco sufre por ello, a pesar de la lógica aceptación de que esa premisa es imposible tras el accidente de tráfico que se llevó la vida de la estrella predilecta de Alfred Hitchcock en 1982. Nicole Kidman es una actriz que, de un modo u otro, no genera ya la misma admiración de hace años, y aunque su esfuerzo es grande para meterse en su piel ese imposible pesa en su trabajo y en el conjunto. Grace de Mónaco, no obstante, no es una película poco completa por ese motivo, sino porque le cuesta tanto definirse que al final parece que no lo hace y se queda a medio camino de todo. Intenta apelar por igual al aficionado al celuloide que al del papel cuché, crear un drama personal y al mismo tiempo una intriga política sobre el enfrentamiento entre la Francia de De Gaulle y el Mónaco de Rainiero, y acaba siendo un cuento de hadas roto, imposible e indefinido que habría salido mejor con una apuesta más clara.

A la película le han llovido las críticas y, la verdad, no es ni mucho menos para tanto. No es un despropósito, no es un filme fracasado o equivocado. Pero que no termina de enganchar es algo también evidente. Lo hace por momentos, eso sí: con la primera aparición de un Hitchcock (Roger Asthon Griffiths) mucho más suave del que describieron tanto Hitchcock como The Girl, con el alegato final en la gala benéfica o con la aparición del experto en protocolo al que da vida el siempre formidable Derek Jacobi. Pero en todo lo demás parece haber agujeros, imprecisiones y, sobre todo, indefiniciones. Desde el principio da la impresión de que la película habría funcionado mejor de haber trazado un retrato de la mujer, de la persona, de la actriz que decidió convertirse en princesa, de ese cuento de hadas roto y del trabajo que había detrás de ese esfuerzo. Nicole Kidman, sin llegar a brillar, sí hay momentos en los que convence, sobre todo en la escena final de la película, antes de un alargado, artificial e innecesario epílogo que no añade nada.

La cinta, en todo caso, no opta de forma única o preferente por esa vía y se va por la intriga palaciega, que compensa su interés real con una torpeza importante en su desarrollo más ficticio y un retrato poco carismático de Rainiero a cargo de Tim Roth. El relato histórico y el papel que jugó la princesa de Mónaco habría sido interesante, pero aquí esa parte queda algo perdida, sobre todo por una trama detectivesca que se plasma con bastante desacierto. Y hay un tercer elemento con el que se podría haber construido una película de interés, y es la posibilidad de que Grace Kelly volviera al cine. Al principio, de hecho, da la impresión de que va a ser la fórmula escogida, pues el filme arranca con la llegada a Mónaco de Hitchcock para ofrecer a la actriz la película que nunca llegó a hacer para él. Y aún con cierta desgana en los diálogos que pretenden enganchar a los cinéfilos, es tan agradecida la presencia de Hitch que lo que resulta criticable es que la vertiente cinéfila desaparezca por completo del filme. Más indefinición, por tanto, en una mezcla que se antoja algo atropellada para los 103 minutos que dura la película.

En todo caso, Grace de Mónaco no se ve con desgana y no provoca el rechazo que parece anunciar la avalancha crítica. Quizá hay un efecto perjudicial sobre el filme por el entorno de la protagonista escogida, siempre dispuesto a que haya más polémica que valoración, pero una figura como la de Grace Kelly es siempre atractiva, y no hay motivo para que no lo sea para construir una película a su alrededor, sea o no completamente fiel a lo que sucedió en la realidad. Claro que el referente es inigualable, y Olivier Dahan (que vuelve al biopic que ya tocó en La vida en rosa después de una película de tono diametralmente diferente, Un gran equipo) prácticamente parece asumirlo cuando arranca la película mostrando a su protagonista de espaldas. Con su belleza infinita y el aura incomparable que rodeaba a la actriz, Grace de Mónaco habría sido diferente. Kidman por momentos llega a convencer, pero se enfrenta a un imposible. Asumiendo que el biopic no pasa por sus mejores momentos, Grace de Mónaco se puede disfrutar sin grandes pretensiones.

lunes, mayo 19, 2014

'Por un puñado de besos', ausencia total de realismo

Comedia romántica. Otra más. Eso es Por un puñado de besos, un título que no lleva precisamente a engaño. Y eso implica que están todos los elementos que tienen que estar por leyes no escritas. Una chica guapa, un chico guapo, los dos jóvenes, su enamoramiento a pesar de las circunstancias que complican la relación, un distanciamiento porque uno de los dos (como casi siempre, él) mete la pata, un trasfondo que haga la película diferenciable del resto de comedias románticas (y que, como parte de la publicidad de la película y de casi todas las críticas, ayuda a destrozar el misterio que quiere plantear el director, David Menkes), unas cuantas canciones pegadizas. Lo de siempre. ¿Qué falla? La absoluta ausencia de realismo que reina en toda la película y que encuentran su manifestación más evidente en unos diálogos inverosímiles que en algunas escenas rozan el ridículo. Sol (Ana de Armas) y Dani (Martiño Rivas) se hacen inverosímiles a través de sus palabras, que les alejan por completo de las personas normales que tendrían que haber sido para que la historia funcionara.

Salvando el trasfondo de la película (¿de verdad es tan necesario desvelarlo en una crítica cuando la propio narración de la historia quiere ocultarlo en sus primeras escenas para generar algo que intrigue al espectador y que dé un poso diferente a lo de siempre?), lo cierto que Menkes sigue las líneas más básicas de la comedia romántica casi al pie de la letra. Y eso incluye también algunos de sus repetitivos recursos (el momento videoclipero, la división de la pantalla para ver a ambos protagonistas o la al parecer indispensable secuencia sin razón de ser narrativa en la que la actriz principal aparece en ropa interior), aunque en Por un puñado de besos no funcionan peor que en cualquier otra película de corte similar. Lo que rompe por completo la atmósfera es la irrealidad que domina la película, y que tiene una manifestación evidente en las calles vacías por las que se mueven los protagonistas pero sobre todo en los ya mencionados diálogos, imposibles e inverosímiles en todos los personajes que aparecen en la película.

Son esas frases las que lastran buena parte de la experiencia e impiden centrarse en la bonita historia de superación que hay junto al relato romántico. Sin haber leído el libro en el que se basa la película, Un poco de abril, algo de mayo, todo septiembre, y por tanto desconociendo si los diálogos son idénticos en las páginas de la novela, lo que resulta obvio es que en la pantalla no funcionan. Lo que tendría que ser una historia humana, que apelara a lo más emocional de cada espectador, suena mucho más irreal de lo que debería. Ningún personaje suena como en realidad debería hacerlo. Todos declaman, pero en realidad ninguno habla. No hay diferencias lingüísticas o de discurso entre los personajes, todos hablan igual, e igual de irrealmente además. Y eso, aunque se puede achacar en parte a los actores, es más una cuestión de la dirección o del guión, ambas facetas responsabilidad de Menkes, en este su primer filme en solitario después de tres películas codirigidas con Alfonso Albacete.

No se trata de sentenciar a la comedia romántica como género por lo fallido de cada película, pero es obvio que en los últimos años (¿décadas?) éste no deja de ofrecer las mismas historias, los mismos personajes y las mismas situaciones. Y una rareza argumental o social para marcar diferencias no altera demasiado el resultado. A Por un puñado de besos se le puede admirar la valentía que tiene el trasfondo en el que sitúa su historia, que pone el énfasis en un problema real (que sea o no mayoritario o ahora menos actual que hace años no invalida la propuesta), pero también se puede lamentar que se pierda en los clichés de siempre y no saque todo el partido que permitían el tema y los personajes. Pero sobre todo, y hay que insistir en ello, lo que falla es la ausencia total de realismo de los diálogos, que no se queda sólo en el romanticismo de la película (y que, por tanto, no es un problema del género), sino que afecta a todas las situaciones, a muchas escenas y a personajes de todo tipo. Y sin creerse lo que dicen, es muy difícil entrar en lo que se muestra.

viernes, mayo 16, 2014

'Godzilla', entretiene pero no triunfa

Después del tremendo error que supuso el Godzilla de Roland Emmerich en 1998, rescatar al conocido monstruo del cine japonés era una aventura relativamente sencilla. Con marcar la más mínima diferencia con respecto a aquella, la curiosidad por ver la nueva película estaba más que garantizada. Y como Gareth Edwards ya había mostrado un enfoque completamente distinto al de Emmerich en Monsters, este Godzilla fue ganando interés. Más aún con los espléndidos trailers que precedieron al estreno del filme. Pero el resultado final es menos satisfactorio de lo que cabía esperar. Entretiene, por supuesto, y eso no es poco en un blockbuster de Hollywood. Tiene buenas ideas y algunos planos y escenas bellísimos, más si cabe para el tipo de película del que estamos hablando. Pero precisamente por ese aspecto, por el género, por el protagonista, no termina de triunfar. No lo hace porque en los primeros 90 minutos de los 126 que dura apenas hay un plano nítido de Godzilla. Y cuando alguien paga una entrada para una película que se titula Godzilla es porque quiere ver a Godzilla. El clímax compensa esa sensación, pero sabe a poco.

En realidad, todo es cuestión de las expectativas que genere una película de este subgénero de monstruos en cada espectador. Todos los aficionados, y el público en general, agradece que una cinta así no se limite sólo a mostrar destrucción y efectos digitales, que se construya una historia al menos solvente alrededor de las secuencias más espectaculares y que haya personajes atractivos en el guión. Pero eso, que es el principal esfuerzo que hace la película, no termina de llegar tan lejos como le habría gustado a Edwards. Probablemente se trate de dar demasiado poso a lo que tendría que haber sido una deliciosa glorificación de la serie B con un presupuesto mayor de lo habitual. Y por el camino se notan además demasiado los trucos para dar una trascendencia aparentemente mayor de la que en realidad tiene, por el empleo de los personajes (de los que es mejor no revelar nada para no destripar algunas sorpresas) y por los reiterativos trucajes para mostrar a la criatura. Edwards ya creó ambiente de película de monstruos en Monsters, y por eso sorprende que apenas traspase esa fórmula en Godzilla.

La película arranca de una forma trepidante, y se agradece. El origen de Godzilla es fiel a la historia original del monstruo japonés, y eso se agradece todavía más. Y la película está rodada con mucho acierto. Pero la construcción es lenta y, aún con todo, sigue dejando los mismos flecos que cualquier otra superproducción de Hollywood, siempre necesitadas de una reescritura más de guión para pulir esos detalles que acaban causando asombro. Siendo justos con la película, y aunque lo mencionado es lo que lleva a una duración excesiva, lo cierto es que ofrece un entretenimiento de primer nivel. Lo que funciona (además de su gran arranque y el misterio que genera Edwards, imposible no destacar los momentos que de verdad hacen justicia al cine de monstruos, ya en el clímax final) lo hace admirablemente bien. Los actores, un reparto formidable y plagado de caras conocidas y notables (aunque algo tramposo según va evolucionando la película), se cuelan entre o mejor, aunque haya personajes que no salen del tópico de la serie B o que incluso no generan la necesaria empatía para que el espectador se preocupe por su destino.

Siempre se dirá que el dinero es lo que hace que estas películas funcionen. Y a veces es verdad, pero con Godzilla no lo es del todo. Es obvio que los efectos especiales son magníficos, pero no menos cierto es que hay escenas formidables por sí solas (la del tren y, sobre todo, la de los paracaidistas), que descansan más en el talento, en la ambientación y en la magia cinematográfico que en el dinero gastado en efectos visuales. Eso es lo que deja a Godzilla por momentos en una espléndida posición como entretenimiento hollywoodiense. Pero el resultado no es tan ambicioso como lo estaba siendo la promoción. Godzilla podría haberse convertido en la película de monstruos definitivo y se queda en un bonito juguete que muestra con más interés las consecuencias de la destrucción que la destrucción en sí misma y que beneficia las dimensiones del monstruo en detrimento del mismo monstruo. Es Godzilla, pero en realidad Godzilla tiene menos tiempo en pantalla del que habría sido deseable. Y el caso es que el aspecto de la criatura, la tensión, la puesta en escena y el reparto eran adecuados, pero la película no pasa del entretenimiento.

miércoles, mayo 14, 2014

'Amor en su punto', cumpliendo los cánones del género

La comedia romántica es uno de esos géneros pensados para hacer disfrutar a un público ya convencido de antemano sin necesidad de ofrecerle algo novedoso u original. Amor en su punto (título que pierde quizá algo del sentido que quería mostrar en la pantalla The Food Guide to Love) cumple a la perfección esa norma no escrita. Simpática a ratos, con un punto de vista que quiere marcar distancias con otros títulos o personalizar este filme (en este caso, el ingrediente gastronómico), con alguna escena que ayude en ese objetivo de ser diferente (mejor descubrir la que presenta el filme de Teresa Pelegri y Dominic Harari cuando corresponde, ante la pantalla) y las mismas inquietudes de tantas otras historias similares. Una comedia romántica. No hay mejor definición posible. Lo que se agradece, aunque su resolución pueda ser discutible dentro de ese concepto del romanticismo, es que casi siempre sea una película simpática de ver. Justo lo que se pretende con este género.

Como sucede siempre en el género, hay dos pilares fundamentales en los que ha de sustentarse la comedia romántica. Por un lado, un guión simpático. No hace falta que sea brillante o espectacular. Con que sea simpático, la película suele sostenerse sin demasiado esfuerzo. Y hay que reconocer que la estructura que montan Pelegri y Harari, junto con Eugene O'Brien, es lo suficientemente correcta como para aguantar muy bien el relato durante los 90 minutos que dura. Sin alardes, sin genialidades excesivas, pero con bastante solvencia. Con los saltos de seis meses que ofrece el guión y esa estructura que quiere ser la guía culinaria del amor que sugiere el título original, no es difícil mantener la atención en los avatares sentimentales de Oliver (Richard Coyle), un conocido crítico gastronómico irlandés, y Bibiana (Leonor Watling), una española que se ha marchado a Dublín siguiendo a un hombre mayor que ella que se conocen, no podía ser de otra forma, por una casualidad vinculada a los amores de los que salen.

Coyle y Watling son una pareja tan curiosa como, efectivamente, simpática. El trayecto temporal que hace la película se nota en sus actuaciones y tienen la suficiente química como para que casi todo lo que va sucediendo entre ellos resulte creíble. Sobre todo aportan realismo, que hace innecesario un abuso de otros elementos, como el sexo (apenas presente en los chistes, enorme punto a favor de la película por evitar ese camino tan facilón del género) o la comedia desenfrenada. Para que la película hubiera dejado un poso aún más satisfactorio en este sentido quizá hubiera sido necesario un mayor apoyo en los personajes secundarios, que por momentos da la impresión de que no son más que una obligatoria necesidad para los responsables de la película. No es por eso extraño que las mejores secuencias de comedia romántica sean las que protagonizan Coylew y Watling estando solos en pantalla (el momento en el que cocinan los caracoles) y que los mejores momentos de la película al margen del género cuenten con otros personajes (el regreso de Oliver a casa tras la llamada de su madre o la cena con amigos antes del final).

Quizá lo más dudoso de la película esté en su final. Por supuesto que envuelve los conceptos clásicos de la ruptura y la reconciliación, pero las motivaciones y las razones para el desenlace son las que, aún siendo correctas (y lo que es aún más difícil en este género, creíbles), quizá no terminen de encajar con los propósitos de la historia o con el guiño gastronómico que sirve para construir el relato. En todo caso, predomina la simpatía y hay que conformarse con eso porque la película, como el género, tampoco aspira a más. Hay que reír, enternecerse, llorar y alegrarse cuando toca, cuando lo propone el guión y cuando los actores consiguen transmitir esas emociones (casi siempre), y no hay más ni quiere haberlo. Suficiente para pasar un buen rato con Amor en su punto, más fácilmente en pareja que sin compañía. Y es que la comedia romántica está pensada así.

lunes, mayo 12, 2014

'3 días para matar', un batiburrillo con clara marca Luc Besson

Hay un nombre que define a la perfección 3 días para matar: Luc Besson. No dirige, pero coescribe y coproduce una película en la que se le reconoce por los cuatro costados. Dicho de otra forma, quien disfrutara de Malavita, El quinto elemento o las sagas de Transporter o Taxi, que todas ellas tienen a Besson como director, guionista, productor o las tres cosas, puede pasárselo estupendamente bien con este batiburrillo que ha puesto en manos de McG, quien ya expuso en clave de comedia un mundo de espías en Esto es la guerra. Quien no... Bueno, digamos que la clave está precisamente ene se batiburrillo. Porque la película viene a comenzar con un thriller de acción que acaba convirtiéndose en una especie de comedia de familia en la que casi todo es inverosímil, que apuesta por los tiros en su arranque para después optar claramente por la risa de ver a un supuestamente duro agente de la CIA en el papel de un padre de una hija adolescente a la que lleva cinco años sin ver. ¿Divertido? Sí, a ratos sí. Pero es necesaria la desconexión cerebral para no ver los enormes agujeros que tiene.

Lo curioso del invento es que teniendo todas las características del cine de Luc Besson (a quien no se le puede negar una sinceridad absoluta en lo que hace y en lo que ofrece, que nunca engaña a nadie y que por supuesto que tiene su público), es que ese batiburrillo, una palabra que es difícil abandonar hablando de 3 días para matar, destaca sobre todo por su protagonista. Kevin Costner ha pasado unos años completamente desperdiciado y, aún asumiendo sus limitaciones como actor, es un tipo que genera un agradecido carisma para una película. La cámara le aprecia y sabe llenar los zapatos de sus personajes. Y por eso encaja muy bien incluso en las partes más cómicas del filme, en las que tiene poca experiencia que aportar. Es creíble en las escenas de acción, lo es como un hombre físicamente vulnerable y de su edad (ya suma 59 años) y también como el padre que intenta recuperar el tiempo perdido. Es una pena que el conflicto emocional y familiar no tenga más fuerza, porque Costner se muestra en forma en ese elemento.

Aún así, es extraño que el cartel de la película sólo le muestre a él, de una forma bastante aséptica y sin adelantar nada sobre la película, cuando sobre el papel se tenía una buena interacción entre Costner y tres actrices muy diferentes. Connie Nielsen (que saltó a la fama con Gladiator y nunca recuperó ese nivel de popularidad) interpreta a su (¿ex?) mujer, Amber Heard a otra espía (¿de verdad es el mismo personaje el que aparece en la primera secuencia de la película y el del resto del metraje? La incongruencia es sencillamente brutal) y Hailee Steinfeld a su hija adolescente. Las tres, sobre todo las dos últimas, tienen puntos de interés, especialmente la segunda puesto que el filme deriva, efectivamente, hacia la trama más personal. En cambio, McG y Besson acaban perdiendo las posibilidades de la siempre interesante pero casi siempre desaprovechada Heard por tratar de convertirla en un maniquí de femme fatale, en una depredadora sexualizada cuyas acciones nunca se sabe a qué se deben y que, apareciendo y desapareciendo a conveniencia, nunca se sabe qué papel real tiene en la historia.

3 días para matar es una de esas películas que ofrecen un rato simpático, aunque sus 117 minutos se antojan algo excesivos en algunos instantes que rozan la repetición, y que tienen momentos muy logrados pero que no resisten un análisis medianamente exigente. Casi todo lo que sucede es realmente surrealista e improbable, las explicaciones brillan por su ausencia y la misma trama que involucra a dos villanos que comercian con bombas sucias roza lo ridículo, por no hablar de las innumerables coincidencias o recursos facilones de los que hace gala el filme para que todo acabe cuadrando en esos tres días que anuncia el título, y que en realidad no tienen ninguna importancia. En el fondo, la película es inofensiva. Las risas que saca hacen que tampoco se pueda ser muy duro con ella. Cumple su objetivo sin más, su principal atractivo está en el reparto y hasta sorprende la contenida aunque bastante impersonal dirección de McG. Para fans de Luc Besson... y por supuesto de Kevin Costner.

viernes, mayo 09, 2014

'Snowpiercer (Rompenieves)', apocalíptico atrevimiento que flaquea al final

En las historias apocalípticas, el factor determinante para su éxito está en el atrevimiento. Snowpiercer (Rompenieves) es terriblemente atrevida, dicho ese "terriblemente" como muestra del enorme disfrute, de la sobresaliente intriga, de la brutal (y cambiante) puesta en escena y del más que importante y descarnado análisis social a muchos niveles que hay en sus dos primeros actos. Pero Bong Joon-ho, director del filme, no termina de sacar el mismo jugo al tercer acto, a su clímax. Es igualmente valiente, incluso brillante en algunos instantes, pero es ahí donde queda la sensación de que la película se le ha escapado ligeramente de las manos, es donde pesa el exceso de duración (126 minutos acaban siendo demasiados). Ese ligero descenso no impide que el resultado final sea muy satisfactorio, pero si priva a la película (la más cara de la historia del cine surcoreano, y se nota aún a pesar de algunos efectos digitales algo convencionales) de convertirse en un clásico instantáneo, algo que roza durante muchos momentos de su turbadora historia, que a pesar de que es un detalle que no se destaca está basada en un cómic francés que se editó en España en 2006.

Es, algo obvio nada más conocer la sinopsis, una película enfocada a un gran final. El mundo se ha congelado por la acción del hombre (y no hace falta mostrarlo, brillante y minimalista prólogo culminado por la primera gran nota de la sobresaliente partitura de Marco Beltrami), la humanidad ha desaparecido, a excepción de unos pocos supervivientes que viajan a bordo de un tren en continuo movimiento. Dentro del tren, hay clases. Y la clase más baja está descontenta en la cola del tren, que es donde habita. La película es, por tanto, la historia de una revolución que busca alcanzar el primer vagón del tren, la máquina, y revertir el orden social. Pero la clase baja, y los espectadores con ella, desconocen que hay más allá de cada puerta que se atraviesa. La película impacta en cada microuniverso que plantea, en cada secuencia que ofrece, en cada sacudida a las entrañas con los que construye el viaje. Y se plantea, efectivamente, como un viaje que necesita un final a la altura.

Lo tiene, porque la historia, al menos en un resumen aséptico, es casi perfecta, incluso admitiendo el altibajo cinematográfico que hay en su clímax. Por supuesto, es obligado prescindir de algo de lógica en el planteamiento inicial (¿un tren dando vueltas sin parar?), pero cómo lo plasma Joon-ho es una delicia. Oscuro cuando es necesario, dramático cuando lo pide la historia, destacando el carisma de unos personajes muy bien definidos y muy bien interpretados, tanto los actores más conocidos por el espectador occidental como los dos coreanos que se cuelan en la película. Pero como es un viaje, una vez alcanzado el destino la película pierde fuerza. Es difícil decir por qué, dado que en esa escena se produce la aparición de un personaje magnífico que es mejor no desvelar, pero el interés general decae. Los buenos elementos para hacer algo mejor están ahí, pero Joon-ho da demasiadas vueltas sobre las mismas ideas, alarga demasiado un clímax que ha llegado ya antes a su cúspide emocional y no cierra la película con la misma brillantez con la que la ha conducido hasta ahí.

En la forma de rodar se deje sentir que, aunque esté rodado en buena parte en inglés y con un reparto hollywoodiense, es una película surcoreana. Hay una hermosa mezcla entre influencias muy dispares. Encaja en una ciencia ficción europea (la del cómic de origen, la que invita a pensar en Jodorowsky o Moebius), en un cine asiático del que es representante y en ciertos aspectos del cine de ciencia ficción norteamericano más rompedor (sin pensar en conexiones argumentales, es imposible no pensar en Dark City o District 9). Impacta el planteamiento y cómo se va convirtiendo en realidad ante los ojos del espectador. Impacta el carisma de un Chris Evans que, sin ser un actor excepcional, convence en este cambio de registro, pero también el oficio que aportan una enorme Tilda Swinton que esquiva la caricatura con solemnidad, una emocional Olivia Spencer, un siempre notable John Hurt y un muy adecuado Jamie Bell. Y sobre todo impresiona el viaje que plantea el filme. Porque eso es Snowpiercer, un viaje a lo más oscuro del ser humano, como ha de serlo cualquier historia que quiera ser buena ciencia ficción. Una brillante sorpresa.

viernes, mayo 02, 2014

'Aprendiz de gigoló', Turturro se woodyalleniza

A muchos les sorprenderá saber que Aprendiz de gigoló es ya la quinta película como director de John Turturro, habitual secundario cómico del cine contemporáneo. Menos sorprendente es que se trata de la más woodyallenizada de todas. Y no sólo por compartir cartel el propio Turturro, protagonista principal de su filme además de su guionista, con Allen en una de sus escasísimas apariciones como actor en películas que no dirija él mismo, sino porque recuerdan a su cine la historia, muchas de las situaciones, los diálogos, la música y por supuesto el personaje que interpreta el director de La rosa púrpura del Cairo o Match Point. De esta manera, Turturro firma una comedia que se antoja inofensiva (y quizá por eso mismo intrascendente) durante buena parte de su ajustado metraje (90 minutos), con la química que hay entre ambos cómicos como mejor baza, pero que al final, cuando definitivamente clarifica cuál era la historia que quería contar, acaba dejando un buen sabor de boca.

Paradojicamente, la presencia de Woody Allen juegan tanto a favor como en contra de la película. Es una noticia agradable que retome su faceta de actor sin tener que estar también detrás de la cámara y que lo haga en un registro que le conviene y que conoce sobradamente. Pero, por otro lado, suena a favor a un amigo que le ha escrito ese papel que tantas y tantas veces ha hecho en sus propias películas (y en el que ha seguido colocando a otros actores cuando él decidía no actuar), suena a ya visto, y eso gustará menos a quienes menos conecten ya con el cine del neoyorquino. Y sí, es divertido, y la dinámica con Turturro es estupenda porque ambos se complementan bastante bien. Pero no hay nada novedoso en ese lado. Por eso se antoja algo más intrascendente esa primera parte de la película, en la que se urde una trama que, siendo cómica y dejando algún que otro momento divertido, es lo que acaba siendo también bastante intrascendente.

El aprendiz de gigoló que da título a la película es el personaje de Turturro. El instigador de que emprenda ese camino es el de Allen, quien ha hablado de su amigo a una mujer casada (Sharon Stone) con vistas a un ménage à trois con el que ella fantasea, y que le sirve de punto de partida para una nueva carrera que le da interesantes ingresos en la que se cuela también una amiga de esa mujer (Sofía Vergara). Todo eso, al final, pierde toda trascendencia porque la historia que en realidad quiere contar Turturro es la de otra mujer, una viuda judía (Vanessa Paradis), que no ha sabido como rehacer su vida a pesar de los ofrecimientos de un hombre de su barrio (Liev Schreiber). La película que quiere hacer Turturro habla de soledad, de reclusión, de convenciones sociales, y no en realidad de escarceos sexuales. No es que la película no encuentre un término medio, es que en realidad no está del todo bien construida, porque casi nada encuentra explicaciones demasiado asumibles hasta el tramo final.

Ahí la película mantiene el tono cómico (la escena del juicio tradicional judío es un delirio puro y gozoso, con la fugaz aparición de un siempre notable Bob Balaban) pero trasciende algo más, con algo de poesía, algo de vida y algo de emoción. Ese tramo final hace que la película acabe en lo mejor, perdonando levemente algunas de las muchas inconsistencias que tiene. Como sucede con buena parte de las comedias de Woody Allen de los últimos casi veinte años en las que quiere basarse sin hacer mucho esfuerzo en ocultarlo, hay en Aprendiz de gigoló momentos inspirados pero otros muchos que no están a esa misma altura. Se ve en todo momento como una comedia amable, pasable y probablemente por ese mismo motivo carente de trascendencia. Queda el carisma de todo el reparto, la buena química que hay entre todos ellos y en especial entre Turturro y Allen, la inseguridad que enseña Sharon Stone, la sencillez de Paradis, una leve vena cómic en Schreiber que no se había visto mucho hasta ahora y el descaro exuberante de Vergara.