viernes, septiembre 30, 2011

'Larry Crowne', fallida rareza

Tom Hanks sorprendió en 1996 dirigiendo The Wonders, una bella película sobre el mundo de la música en los años 60. Y desde entonces, silencio total en su incipiente carrera como realizar. Hasta Larry Crowne. Y no es un regreso afortunado, sino fallido (e irónico, pues en España se ha subitutlado como Nunca es tarde, y casi parece una alusión al propio regreso de Hanks como director). Es este filme una rareza, algo extraño, que pretende ser realista y que, en realidad, tiene demasiados agujeros como para ser siquiera creíble. Y, sin embargo, tiene algunos momentos divertidos. Lo malo de esos alivios cómicos es que no tienen nada que ver con la trama principal, muy dispersa y extraña. Hanks, en su triple faceta de protagonista, guionista y director, no alcanza los mínimos exigibles en ninguna de ellas. Indudablemente, lo mejor de la película no está en él, ni en Julia Roberts, ni en el tono de la enésima comedia romántica que se mueve por los mismos parámetros de siempre, ni en la visión descafeinada de los efectos de la crisis con la que se abre la historia. No. Lo mejor es George Takei, memorable e hilarante. Lo demás se queda en una fallida rareza.

Es evidente que no es fácil actuar y dirigir al mismo tiempo, mucho menos si además uno se está basando en un guión propio. A Hanks le pesa demasiado esa triple tarea. En la pantalla, se queda lejos, muy lejos de lo que otros directores han sacado de él. Su nivel interpretativo en Larry Crowne está lejos de lo que Johnathan Demme sacó de él en Philadelphia, Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan y Atrápame si puedes, Robert Zemeckis en Forrest Gump o Sam Mendes en Camino a la perdición. Lejísimos. Pero es que eso ni siquiera le permite rodar una buena película como director. Hay planos absurdos, hay personajes superfluos, hay una historia difícil de encajar y de torpe desarrollo. Pretende ser una película inspiradora y sólo podría alcanzar ese objetivo en mentes increíblemente ingenuas o en espectadores poco reflexivos. Y es que ni siquiera en una comedia, sea romántica o simplemente buenista, tiene encaje la solución a la crisis que expone Tom Hanks en Larry Crowne. De hecho, cabe considerar lícito que la primera media hora pueda provocar incluso el enfado de algún espectador. Si no lo hace, es probablemente porque Hanks tiene la cualidad innata de caer bien.

Lo cierto que la historia que construye es lo de más irregular. Larry Crowne es un tipo que, sin trabajo, sin dinero, sin casi amigos y sin esposa ni hijos, tiene que rehacer su vida. ¿Cómo lo hace? Volviendo a la universidad y trabajando de lo que le salga, es decir, de cocinero en un restaurante. Desde ese ángulo, Larry Crowne podría ser una película sobre la crisis. Pero no lo es, no más allá de los cinco primeros minutos. Después podría ser una comedia sobre un tipo excéntrico en un lugar en el que se siente desubicado, pero eso dura otros cinco minutos, los que tarda en acoplarse sin ningún problema a su nueva situación. Después, y una vez que entra en juego el personaje de Julia Roberts (al menos diferente a lo que suele enseñar, pero no se establece empatía alguna con Hanks como para que la historia crezca), una profesora que da una clase sobre oratoria, podría convertirse en una comedia romántica. Y eso sí lo es, pero tras una absurda escena de flirteo deriva en los que son casi todas, una historia rutinaria en la que hay equívocos, buenos sentimientos y final feliz. Lo de siempre. Y entre medias quedan un par de detalles de los que Tom Hanks podría haber sacado mucho más partido pero, desgraciadamente, no lo hace.

Por ejemplo, de la relación que mantiene con una joven estudiante (una simpática y debutante en cine Gugu Mbatha-Raw, con la que Hanks sí establece cierta química), que se queda en un simple coqueteo para arrancar cuatro o cinco miradas airadas de su novio y en la excusa para normalizar la vida del desubicado Larry. De lo que sí saca partido Hanks es del personaje de George Takei (Sulu, en la tripulación clásica del Enterprise de Star Trek), un hilarante profesor de economía que ofrece, indudablemente, los mejores momentos de la película. La ironía se dispara cuando Hanks incluye un formidable gag sobre Star Trek en la película, breve pero divertidísimo. Quizá eso sea la mejor explicación de lo que es Larry Crowne, una película imposible de sostener a ningún nivel, ni desde el guión, ni desde la dirección, ni desde los actores, con fugaces instantes que sí dicen algo, pero tan breves que no harán que la película perdure. Lástima que Tom Hanks haya evolucionado tan poco como director en los quince años que han pasado desde su más que apreciable debut. Larry Crowne es una película fallida que, aún dando pizcas de entretenimiento, seguramente caerá en el olvido.

miércoles, septiembre 28, 2011

La inclasificable confusión de 'El árbol de la vida'

El árbol de la vida es una película inclasificable. Parece evidente, pero es importante dejarlo claro desde el principio, porque nada de lo que cualquiera diga de la película tiene que adecuarse a lo que sienta por ella cualquier otro. Porque aquí no vamos a poder decir que se parece a tal o cual película. De hecho, ni siquiera se parece a títulos precedentes de la filmografía de Terrence Malick, a pesar del trasfondo filosófico que desprenden todas ellas, también ésta. ¿Y qué es El árbol de la vida? Una colección de imágenes oníricas y postales naturales que se agolpa en torno a una historia familiar que rompe las barreras del cine tal y como lo conocemos y disfrutamos, una indefinida experiencia sensorial que apuesta por la imagen y el sonido como vehículos de metáforas e interpretaciones más que por la linealidad de una historia. ¿Y me ha gustado eso que defino de esta forma tan difusa? No. En absoluto. El árbol de la vida sobrepasa con creces los límites de la pedantería, sacrificando elementos narrativos tan válidos como los que utiliza y que serían mucho más accesibles, inteligibles y disfrutables. Aún reconociendo el mérito de lo novedoso, llegar hasta el final de la película (una dos horas y cuarto) me parece una dura prueba.

Terrence Malick nunca me ha interesado, a pesar de ser un director alabado por la crítica y considerado de culto por algunos espectadores. La excentricidad de haber rodado sólo cinco películas en 38 años de carrera profesional son un síntoma de que su cine es especial. Quizá demasiado especial para mí. No me interesan sus metáforas, su filosofía, ni su narrativa. Sus historias sí, eso tengo que reconocerlo, pero es un director que me pierde cuando salta del guión a la realización. Por eso, no me sorprendió que Sean Penn criticara precisamente eso tras ver el filme. El actor dijo que el guión de El árbol de la vida era mucho mejor que lo que vio después en la pantalla y que la película es confusa. Sin haber leído el libreto, estoy plenamente de acuerdo con él. Una vez vista la película, la sensación que deja es de confusión. No hay mensajes claros, y si los hay rápidamente cambian de signo, la arbitrariedad parece presidir el montaje de las imágenes, cuyo encadenamiento apenas deja entrever qué hay detrás de todo este festival sensorial en el que apenas se puede hablar de interpretaciones (y eso que cuenta con dos estrellas de Hollywood en el reparto) o de guión como tales.

Los primeros 45 minutos son el mayor reto que se ha visto en una pantalla de cine en mucho tiempo. Quizá la referencia más clara, y aquella se quedaría muy corta en sus pretensiones intelectuales en comparación con ésta, es el pasaje colorista que intercaló Stanley Kubrick antes de la escena final de 2001. Una odisea del espacio. Pero aquello tenía un sentido. Discutible, debatible, pero un sentido. En El árbol de la vida es difícil saber qué pretende el director, qué busca con sus imágenes y con sus metáforas. No termina de valerme la postura que han adoptado algunos de que hacen falta más visionados para captar el mensaje. No me gusta esa excesiva erudición del cineasta que quiere colocarse por encima de sus espectadores. Y por eso Malick no me ha gustado nunca, aunque aquí sobrepasa todo lo que había mostrado hasta ahora. Es, sin duda, su película más inclasificable. Porque, en realidad, no es una película. Es otra cosa. No sé si sabría decir qué es, pero una película desde luego que no. No se puede comparar a nada de lo que hay en la cartelera, a nada de lo que he visto hasta ahora. Y probablemente no vuelva a rodarse nada parecido, si acaso algo que vuelva a llevar por delante el nombre de Malick.

Como decía al principio, hay que reconocer el mérito de una apuesta diferente, arriesgadísima, extrema. No es fácil que una película apele tanto a los sentidos como ésta, y aún que lo haga de forma tan predominante durante la primera hora, con el riesgo de desconectar al espectador de la narración. Hay imágenes muy hermosas, eso es indudable. El problema está en su interpretación, en su conexión con la historia. Eso no es fácil de ver, porque es una colección tan gigantesca de imágenes, es un collage tan variopinto y heterodoxo, que cada momento puede llevar a cada espectador a un lugar diferente. En la estimulación auditiva sí tengo que reconocerme extasiado por el trabajo musical de un genio al que sí sé entender, Alexandre Desplat. No creo que me hubiera sentido capaz de llegar hasta el final sin la monumental banda sonora de la película, un prodigio de sensibilidad con y más allá de las imágenes. Ese mérito innovador de El árbol de la vida crece al haberse creado desde la propia industria de Hollywood, el lugar más conservador desde el que se puede hacer cine. No nos engañemos, El árbol de la vida es Hollywood. La firma el sello pretendidamente independiente de un gran estudio. Brad Pitt es su protagonista. Eso lo dice todo.

Dice Sean Penn que no entiende cuál ha sido su aportación a la película y que Malick no se la ha explicado. Yo tampoco lo entiendo. Pero es que Malick no ha apostado por los personajes. No lo hace en la primera mitad de la película. En la segunda sí, pero lo que ofrece son pinceladas muy desconectadas. Deja al espectador todo el trabajo de montaje de la historia. Y eso, insisto, es diferente. Pero quizá demasiado cómodo. Demasiado equivocado. Si uno entiende la metáfora (o, al menos, una de ellas), el final de la película es emocionante, hermoso, lírico y poético. Pero se queda ahí, junto con la música de Desplat, todo lo que deja esta película en la memoria del espectador. Y ante la caótica confusión que me deja El árbol de la vida, me asusta que alabar a Malick sea una pose prácticamente obligada para colgarse la etiqueta de cinéfilo o de crítico. Yo no puedo hacerlo. La línea entre la genialidad y la locura siempre es fina, pero si tengo que calificar a Malick a un lado o a otro de esa frontera tengo claro que no será del lado más amable. No sólo no me transmite lo que en verdad quiere contarme (si es que realmente tiene algo claro en su mente), sino que además me provoca aburrimiento. Visual y sonoramente estimulante, pero aburrimiento.

jueves, septiembre 22, 2011

'Con derecho a roce', el disfrutable cliché que no quería ser

El cliché es uno de los peores enemigos del cine, pero si hay un género con el que se ceba especialmente en los tiempos modernos es con la comedia romántica, donde cada nueva película parece ser idéntica a la anterior, cambiando los nombres, las caras y las profesiones de los protagonistas. Con derecho a roce quiere ser algo diferente y, de hecho, arranca riéndose de los clichés. Pero, ironías de la vida, acaba convertido en el mismo cliché del que se ha reído durante un rato bastante largo. Eso no quiere decir que no sea un cliché disfrutable, al contrario. Con derecho a roce es una película divertida... sobre todo cuando no quiere ser del todo una comedia romántica. El mérito está en la envidiable química que desprenden los dos guapos reunidos para la ocasión, Justin Timberlake y Mila Kunis, y a pesar de que la película está bastante desequilibrada en algunos momentos y tiene altibajos y momentos repetitivos. Pero ellos dos enganchan, hacen que haya interés por ver lo que les sucede y por descubrir más sobre sus vidas. Aunque, en el fondo, la película acabe siendo el cliché que no quería ser.

El arranque es atractivo, porque comienza con una doble ruptura, las de los personajes de Mila Kunis y Justin Timberlake con sus respectivas parejas (atención al divertidísimo cameo de Emma Stone). Vaya con la comedia románica, eso sí que es empezar con una declaración de intenciones. Pero no, todo es un espejismo. La profunda renovación que necesita la comedia romántica no está aquí. Con más o menos diversión y casi siempre con bastante estilo (a pesar de abusar de la herramienta fácil, el sexo), Con derecho a roce es una nueva reunión de actores jóvenes de moda que sólo con su carisma ya son capaces de hacer creíble la más estrambótica histórica de amor. Eso sí, cuando a uno le ponen la miel tan cerca de los labios para después arrebatársela, es inevitable que quede cierto poso de decepción. Todo muy bonito, sí, muy recomendable para ver en pareja (si la pareja quiere ver una historia de amor feliz), pero al fin y al cabo lo mismo de siempre. Si ésta destaca por algo en particular es precisamente porque en muchos momentos no quiere ser esa misma comedia romántica de siempre.

Con derecho a roce crece en diversos momentos y por razones muy diferentes, casi siempre cuando está lejos de la comedia romántica. Comienza siendo un hermoso canto de amor a Nueva York (es imposible no caer rendido a los pies de la Gran Manzana en la media hora inicial... ¿o es a los de Jamie, el personaje de Mila Kunis), y más adelante se intenta equilibrar con el mismo spot publicitario de Los Ángeles (que es de donde procede Dylan, el personaje de Justin Timberlake). Hay un claro desequilibrio, en el que sale venciendo Nueva York. Y es que la película, emocionalmente, es de Mila Kunis casi siempre. Es su corazón el que marca el ritmo. Sin embargo, en la puesta en escena gana Justim Timberlake. El motivo esencial es que junto a él están los personajes más atractivos de la película: el periodista deportivo gay que interpreta un desatado y divertidísimo Woody Harrelson, el padre con alzheimer al que da vida el magnífico Richard Jenkins o la protectora hermana que incorpora Jenna Elfman. Kunis, en cambio, sólo aporta a una desaprovechada Patricia Clarckson, que daba más juego a pesar de que su papel, también, es un cliché muy explotado recientemente.

Kunis viene de deslumbrar en Cisne negro, aunque su brillo quedara demasiado eclipsado por Natalie Portman. De hecho, es curioso que las dos actrices hayan escogido dos películas tan parecidas para suceder al drama de ballet de Darren Aronofsky. Portman hizo la insulsa Sin compromiso, Kunis optó por esta Con derecho a roce. Vienen a tratar el mismo tema, con dos amigos que acaban acostándose acordando que no haya entre ellos una relación sentimental, pero si hay combate entre ambas ésta es clara ganadora. ¿Por qué? Pues para empezar porque aquí Kunis sí le gana la partida por goleada a Natalie Portman. La estrella de Cisne Negro está incómoda en películas inofensivas y brilla con los papeles difíciles. Kunis, en cambio, desborda aquí simpatía y naturalidad, como en Cisne Negro supo inquietar. Aquí domina con mucho acierto los altibajos emocionales de su personaje y encaja en todas y cada una de las escenas de la película, en las mejores y en las peores. Por ella merece la pena ver Con derecho a roce. También por Timberlake, por supuesto, que recupera el magnetismo que desprendía en La red social (y hace olvidar su mala interpretación en la también mala Bad teacher).

Es innegable que Con derecho a roce cae en más tópicos de los que seguramente le hubiera gustado. El clásico guión cíclico, que repite en el clímax final todas aquellas cosas que va enunciando en la primera mitad del filme, no ayuda mucho, como tampoco algunas situaciones un tanto absurdas (¿tiene algún sentido la sesión de fotos de deportistas desnudos?) o repetitivas (¿hacían falta tantas escenas de cama entre ellos dos si ya ha quedado claro que se acuestan pero no son pareja? El sexo vende. Y actores cotizados en ropa interior o desnudos, también). Pero es igualmente innegable que la película tiene momentos muy divertidos (como la repetida opinión de Dylan sobre el papel del piloto de un avión, una de ellas con el brillante cameo de Masi Oka, el Hiro Nakamura de Héroes), bromas sobre (¿contra?) Hollywood (fantástica la de George Clooney) y diálogos muy hábiles y rápidos. Por eso, su hora y tres cuartos se pasa, en realidad, volando. Y no es hasta el final cuando uno se da cuenta de que ha visto un cliché. Será que lo han hecho bien, porque hasta ese momento disfruté de lo lindo aun sabiendo que no estaba precisamente viendo Ciudadano Kane.

martes, septiembre 20, 2011

'Midnight in Paris' o cómo reafirmar lo que cada uno piensa de Woody Allen

Woody Allen es, normalmente, un director fácil de evaluar. La gente que le adora, le sigue adorando película tras película. La gente que no le soporta, le soporta menos tras cada filme que estrena. Es fácil, sí. Midnight in Paris (¿por qué demonios no se ha traducido el título en España?) confirma esa premisa. Adorada por los aficionados de Woody Allen, fácilmente desechable para quienes no lo son. Yo me sitúo mucho más cerca de los segundos que de los primeros, aunque sí he visto genialidad en algunos (pocos) filmes de Woody Allen. No en los últimos, no desde que sorprendiera con Match Point, porque desde entonces se limita a hacer refritos de sí mismo. Puede cambiar el envoltorio, como hace aquí, pero en el fondo el director y guionista sigue planteando las mismas películas una y otra vez, incidiendo en errores pasados que ya se han convertido en marcas personales de su cine y que normalmente tendrían que impedir que nuevos públicos se acercaran a su obra. Pero como esto del séptimo arte es como es, Midnight in Paris es su mejor película en taquilla de Woody Allen.

Y es que Woody Allen casi siempre tiene la capacidad de distraerme al inicio de sus películas. Normalmente lo hace con esos aburrídisimos y viejos (en el peor sentido de la palabra) títulos de crédito con letras blancas y fondo negro mientras suena una de sus canciones habituales (aunque eso es algo que gusta a sus seguidores, quizá como el comienzo de la conversación con un viejo amigo). Esta vez lo hace por un motivo diferente, y es que inicia Midnight in Paris con una serie de postales de la capital francesas. Es como si quisiera condensar en poco más de tres minutos, con el repaso de los rincones más emblemáticos de París, la sensación de guía turística que dejó en toda Vicky Cristina Barcelona (todavía me asombra que se estrenara una película con un título tan poco afortunado e ininteligible). Con ese prólogo, absolutamente desconectado de la película, y previo a a esos títulos de crédito de siempre (esta vez sin música y con diálogo de fondo), Woody Allen aleja de la historia que va a contar. Historia que se mueve en parámetros muy similares a los de muchas de sus películas y que, por supuesto, cuenta con un nuevo remedo de Woody Allen como protagonista: Owen Wilson.

Hace muchos años que alguien tendría que haberle dicho al director que no es necesario que protagonice sus propias películas, sea con su propio rostro o pidiéndole a otro actor que haga sus mismas muecas y gestos (como lo hizo con Kenneth Branagh en Celebrity). Owen Wilson se queda en eso. Es un Woody Allen más joven, más alto, más rubio, pero es un Woody Allen. Otro más. ¿Hacía falta? Probablemente no, como no hacía falta en otras tantas películas anteriores, pero es un exceso del neoyoquino que ya hay que considerar como inevitable en su cine. La relación de pareja entre Gil e Inez (una como casi siempre espléndida Rachel McAdams, a la que no importa tener que enamorar a la cámara como hacía en Más allá del tiempo o cabrearla como aquí) es también muy habitual en el cine de Woody Allen, con lo que por ahí tampoco se encontrará elemento de sorpresa alguno. La novedad de Midnight in Paris, además del escenario (una parada más en el itinerario europeo que ya le llevó a Londres y Barcelona), está en el envoltorio cultural de la película.

Gil es un guionista de Hollywood que aspira a ser escritor. Tiene una novela escrita, pero no termina de ver claro que sea lo que realmente quiere escribir y no sabe cómo mejorarlo, ya que no confía en nadie para leerla y le diga qué puede mejorar. Gil es, además, un enamorado del París de los años 20, pasión que no es capaz de contagiar a su prometida, una mujer poco pasional que vive en un mundo más pragmático. Y aquí es donde Woody Allen introduce la novedad, aunque en cierto modo ofrezca un sabor parecido a La rosa púrpura del Cairo: a medianoche, Gil salta de su mundo real al mundo en el que desea estar (como Mia Farrow y su universo soñado de celuloide) se transporta a la noche parisina de los años 20 y conoce a todos los intelectuales de la época, desde Ernest Hemingway a Cole Porter, pasando por Pablo Ruiz Picasso, Salvador Dalí, F. Scott Fitzgerald, T.S. Eliot o Luis Buñuel. La mayoría de ellos ofrecen simples cameos, sin tiempo para desarrollar un personaje (el filme dura poco más de 90 minutos), como el de una insulsa Carla Bruni. Entre los actores conocidos en esos papeles está un sobreactuado y caricaturesco Adrien Brody como Dalí.

Referencias culturales tiene muchas la película, y quizá sea eso lo que dé a la película cierto encanto y un aire mínimamente diferente al último cine de Woody Allen. Pero hay poco más. La excusa argumental que lleva a Gil al París de aquella época es sólo eso, una excusa que ni siquiera se termina de desarrollar. El personaje de Owen Wilson es escritor como podría haber sido cocinero. Lo único realmente destacable y divertido es la confrontación con el personaje del siempre espléndido y nunca del todo reconocido Michael Sheen, pero queda como una simple nota a pie de página que Woody Allen no termina de aprovechar nunca (ni siquiera en la discusión final con Inez). Lo cierto es que deja el mismo sabor de película inacabada que Woody Allen ha ofrecido en los últimos años, aunque el epílogo no está del todo mal buscando completar la historia. Para mí, una más de Woody Allen, que no destaca ni por arriba ni por abajo, que reafirma los pensamientos que cada uno lleva sobre el director antes de ver la película. A mí, Woody Allen me sigue dando mucha pereza (de ahí el retraso en esta crítica con respecto al estreno de la película), no me entretiene demasiado y no me sorprende en absoluto.

miércoles, septiembre 14, 2011

'Cómo acabar con tu jefe', una comedia que empieza negra y acaba amable

Cuando uno se sienta a ver una comedia titulada Cómo acabar con tu jefe, lo que espera es ver una comedia negra. Cuanto más negra sea, mayor será el disfrute. Porque, seamos, sinceros, todos hemos tenidos jefes horribles y ver en el cine cómo alguien se atreve a dar los pasos que nosotros nunca daremos en la vida real tiene su punto de atractivo morbo. Pero resulta que Cómo acabar con tu jefe no es tan negra como podría suponerse. Tiene momentos brillantes, pero la mayoría de ellos se concentran en el primer tramo del filme, precisamente cuando más negra parece ser. Eso lo que hace es que, en el fondo, se vaya perdiendo cierto interés por ver cómo acaba la historia. Y acaba hace de manera bastante endeble, la verdad. Interesa mucho más ver cuan horribles son los jefes que no la manera de mejorar sus vidas que tienen los tres amargados trabajadores que protagonizan la película. No obstante, la comedia funciona bien, los personajes explotan cierto carisma y algunas de las situaciones provocan la carcajada. Amable carcajada, pero carcajada al fin y al cabo.

Como en tantas otras ocasiones, el título en español de la película está lejos de ser acierto. El original es Horrible Bosses (Jefes horribles), y no sólo se acerca mucho más a lo mejor que tiene el filme sino que, además, elude revelar la trama, algo que a lo que en España parecemos adictos de muchas maneras, también con los títulos. Es decir, que la película no empieza como una trama para acabar con los jefes de los tres personajes centrales, sino que va sobre cómo esos jefes les hacen la vida imposible. En un divertidísimo y extenso prólogo a tres bandas narrada por la voz en off de cada uno de los tres actores protagonistas (Jason Bateman, Charlie Day y Jason Sudeikis) se concentra lo mejor que ofrece Cómo acabar con tu jefe. Recordando los mejores momentos de Trabajo basura, es un tan divertido como espeluznante repaso al mercado laboral que ofrece la sociedad actual. Un jefe despótico, uno irresponsable y una acosadora amargan sin límite a tres amigos, que comparten el relato de sus miserias al final de sus jornadas laborales en torno a una cerveza. Y es ahí donde fantasean con la idea de acabar con ellos y ser más felices. El título español ya destripa ese giro, qué le vamos a hacer.

El cartel de la película también nos coloca ante un dilema. El espacio principal se lo llevan los jefes (Kevin Spacey, Colin Farrell y Jennifer Anniston) y no los trabajadores. Eso es lo que incita a pensar que la comedia será más negra de lo que realmente es, porque esos tres actores, además de ser los más conocidos (y por ello tienen el mejor lugar del cartel), tienen la capacidad de ofrecer algo diferente. Pero aquí empiezan a surgir los problemas de la película en forma de altibajos. Spacey borda su caracterización, pero lo hace en la primera mitad de la película, ofreciendo un retrato más diluido y convencional en el tramo final. Farrell disfruta como un enano, aunque no termina de encajar la imagen que han elegido para él (y algo falla en su personaje, cuando en las tomas falsas que acompañan el inicio de los títulos de crédito hay toda una escena suya eliminada del montaje final). Y Anniston, a pesar de que afronta este papel como una oportunidad de cambiar de registro (lo hace, al menos aquí no parece ni interpretarse a ella misma ni a la Rachel Green de Friends), parece estar porque hacía falta una mujer atractiva y un gancho fácil para los inevitables chistes sexuales. Su parte de la historia es la más coja de todas.

Lo bueno que tiene Cómo acabar con tu jefe es que su humor amable no cae en la escatología fácil que inunda la comedia moderna y, en realidad, hace un sincero y apreciable esfuerzo de ofrecer algo diferente. No siempre lo consigue, a ratos porque la historia se retuerce tanto sobre sí misma que es difícil encontrarle una salida verosímil y a ratos por alguna que otra situación absurda (por divertida que sea la caracterización de Jaime Foxx, brillante su actuación, su personaje es de lo más ridículo, sensación que se acrecienta cada vez que aparece en pantalla). A pesar de sus defectos, lo cierto es que es una comedia divertida. Bateman Day y Sudeikis ofrecen exactamente lo que se espera de tres cómicos reunidos en pantalla y cumplen con eficacia y sin alardes. Spacey supera con creces a sus dos compañeros de reparto del bando de los jefes, hasta el punto de que si la película se hubiera titulado en inglés con el singular (Horrible Boss) todos habríamos sabido que se refiere a él.

También destacan también las bromas cinéfilas (ojo a la conversación sobre Hitchcock y Danny De Vito) y los descarnados ataques al cine americano. Hollywood ha aprendido a reírse de sí mismo, incluso de la piratería (¿aprenderemos en España?) y lo hace con unos resultados sobresalientes. Dirige Seth Gordon, realizador de documentales y series de televisión (por ejemplo, en capítulos de The Office) cuya película más popular hasta la fecha es Como en casa en ningún sitio. Como comedia negra, Cómo acabar con tu jefe se queda a medio camino. Ofrece pinceladas interesantes que, aunque son los mejores momentos de la película, no termina de rematar. Como comedia amable, no tiene tanta calidad pero garantiza carcajadas, como en la escena imaginaria de Jason Bateman, el encuentro entre Charlie Day y Kevin Spacey o la hilarante irrupción de la prometida de Day en la consulta dental en la que trabaja su novio. Divertida. No es poco.

miércoles, septiembre 07, 2011

Encantadora 'Stella'

Rodar con niños figura como una de las tareas más complejas de todo director de cine. Convertir a una cría en protagonista casi exclusiva de un filme roza ya la proeza. Y que esa niña sea capaz de encantar al público, por encima incluso de las virtudes de la película en cuestión, es algo digno de aplauso. Eso es lo que hace Léora Barbara en Stella, una agradable película que llega a los cines españoles con tres años de retraso. Su historia es sencilla, es la vida de una chiquilla de once años a lo largo de todo un curso, el de 1977, el primero que pasa en un colegio de París. Es una niña con una vida atípica, una persona curiosa, también retraída, pero con muchas ganas de ser feliz. ¿Un drama? No del todo. ¿Una comedia? No, aunque arranca sonrisas. En realidad da igual a qué género queramos adscribir la película. El caso es que funciona. Quizá más por la protagonista que por la propia película en sí misma, pero funciona.

Stella es una cría de once. Sus padres, infelices en su matrimonio aunque intenten disimularlo, regentan un bar. Es allí donde la niña tiene su auténtica escuela, donde ha aprendido casi todo lo que sabe en la vida. Los libros no son lo suyo, a pesar de tener una mente despierta y muy capaz. En su primer año en un colegio de París, se encontrará con el reto de no repetir curso. Un reto en el que contará con el apoyo de su mejor amiga, en realidad su única amiga en dicho colegio, Gladyss (una también magnífica Mélissa Rodrigues). Léora Barbara, en su primer papel cinematográfico, cuenta con un buen personaje, pero lo hace crecer con su mirada entristecida y curiosa. Entiende qué es lo que está viviendo exactamente su personaje y lo transmite con una facilidad asombrosa. Algunos de los actores infantiles de la película rozan el estereotipo y se ciñen a él simplemente con profesionalidad (la chica mona, la niña pija, el chico guapo del que enamorarse), pero Barbara le da mucha profundidad a Stella. Casi se puede intuir su pasado, casi se pueden leer sus pensamientos.

Sylvie Verheyde escribe y dirige esta película de 2008, premiada en diversos festivales, basándose en su propia experiencia vital. Ese íntimo conocimiento de la historia hace que la película sea tan sincera como directa. Es la propia Stella la narradora, con una acertada y nada pesada voz en off, que guía y añade información. Es lo suyo, pero el cine cae con mucha facilidad en la voz en off redundante, por lo que hay que saber apreciarlo cuando nos encontramos con una que merece la pena. Cámara en mano, Verheyde acierta más como guionista que como directora. Es una moda demasiado molesta la de no controlar el movimiento de lo que ve el espectador, y resulta un estorbo aún mayor cuando se quiere asociar esta forma rodar a un cine independiente o incluso europeo. No termina de encajar esta elección en todas las escenas en las que Verheyde apuesta por ello, y, además, es difícil entender la inclusión de algunos planos. Nada que saque de la historia, pero sí algo a revisar, porque eso es lo que hace que esta película no sea mejor de lo que es.

Quizá lo peor, en ese sentido, sea el efectista comienzo de la película, que anuncia una historia que nunca llega a contarse y que, además, tiene menos interés que la que sí vemos en la pantalla. Fascina, por poco habitual, ver los problemas de una niña de once años que busca adaptarse a su vida, que quiere saber lo que es la felicidad, que sueña con un futuro distinto al presente que tienen sus padres. Es una historia, sin duda, muy europea. Y, dentro del cine del Viejo Continente, muy francesa. Pero es también un magnífico ejercicio de nostalgia que todo el mundo puede apreciar, incluso el espectador poco habituado al cine francés, con un cuidado y logrado retrato de la sociedad de finales de los años 70, plasmado gracias a un magnífico diseño de producción y un buen repertorio musical. El magnífico envoltorio que se ofrece a Léora Barbara se completa con un muy acertado casting. Destacan Karole Rocher (la madre de Stella) y el cantautor Benjamin Biolay (su padre), aunque otros personajes quedan bastante más desaprovechados, como el del fallecido Guillaume Depardieu, que amaga con ser parte importante del rompecabezas que es la vida de Stella y se queda en un simple figurante.

Stella es una película encantadora. Lo es por su actriz protagonista, que disfruta de un muy buen personaje al que aporta detalles que seguramente otras crías no habrían sabido incorporar. El filme funciona como relato de infancia, como película iniciática (que no rehuye temas como el sexo o el primer amor) y como drama social. Sus puntos débiles pueden estar en la puesta en escena escogida en algunas escenas por su directora, pero, en cambio, Verheyde maneja perfectamente las necesarias elipsis para contar con cohesión y eficacia una historia que se prolonga durante nueve meses. Entretiene. Divierte. Conmueve. Hace pensar en cómo son las vidas que ninguno de nosotros hemos vivido. La de esta niña es especial, tanto como lo es su actriz protagonista.

jueves, septiembre 01, 2011

'Conan el bárbaro', aburrida y sin alma

Seamos tan claros y directos como el personaje que nos ocupa: Conan el bárbaro es una mala película, torpe y aburrida, mal interpretada, peor dirigida y aún peor montada, es un producto sin alma, ni cinematográfica ni de respeto a las versiones previas, que se limita a pegar batallas intrascendentes todas ellas, con diálogos tan mínimos como tópicos. Hace realidad los peores temores que se podían tener, y de hecho se tenían, sobre las posibilidades de esta nueva aventura cinematográfica del héroe creado en las novelas de Robert E. Howard, popularizado por el cómic en los años 70 y elevado a la categoría de mito desde que Arnold Schwarzanegger le diera vida en el filme que dirigió John Milius en 1982. Este Conan, dirigido por Marcus Nispel y protagonizado por Jason Momoa, caerá pronto en el olvido, convertido ya en una oportunidad perdida para resucitar un personajes interesantísimo y del que más bien poco se ve en la pantalla durante una hora y tres cuartos. Es muy difícil encontrar algo interesante en toda la película, que deja una sensación de sopor como no me había producido ninguno de los títulos de este verano, ni siquiera los más fallidos.

Siempre he creído que la clave de que casi todos nos enamoráramos de la trilogía de El Señor de los Anillos que creó Peter Jackson estaba en su prólogo. Ahí estaba todo lo que nos iba a ofrecer, contenido en unos pocos minutos. Está claro que los objetivos y las ambiciones de ambos títulos distan de ser parejas, pero extrapolar aquella sensación a lo que produce el prólogo de Conan el bárbaro es la mejor explicación de por qué aquella saga es un título de referencia, y no sólo en el cine fantástico, y el mejor augurio de que el cimmerio no contará, o al menos ese es mi deseo, con una segunda parte (evidentemente, su fracaso comercial va muy por delante de las razones cinematográficas para cortar de raíz todo intento de prolongar la agonía). Torpe, aburrido, videoclipero en el sentido más peyorativo que se pueda encontrar de ese término, sin nada de información que ofrecer (más allá de presentarnos a un soso Ron Perlman como padre de Conan), ni mucho menos esperanzas de ver una historia entretenida. No hay nada en ese prólogo de apenas dos minutos, al que se le podría haber aplicado la tijera en la sala de montaje sin que nadie lo hubiera notado.

Lo que sigue no es mucho mejor. Los primeros 25 minutos nos muestran a un Conan todavía niño. Y también son escenas bastante prescindibles, que podrían haberse condensado en un prologo de dos minutos, creando mucho más efecto que el que se consigue con tanto metraje. Además, supone reincidir en un problema que está de moda en este tipo de películas en Hollywood: esto ya lo hemos visto. Un Conan niño viendo y viviendo los motivos para su posterior venganza era el comienzo de la apreciada versión de John Milius de 1982 (con Jorge Sanz dando vida al chaval, sin una sola línea de diálogo). La venganza ya era el motor de aquella película. Aquí, más de lo mismo. Pero bastante peor. Con la primera de las incontables escenas de lucha se pretende sentar la base del principal argumento de la película: la violencia. Lo malo es que Marcus Nispel (autor de varios remakes de terror y de la revisión de El guía del desfiladero) no es el mejor director para este filme, y ni siquiera la violencia llega. Sea por lo artificiosa que puede ser, sea por el nerviosismo de la cámara y la acelerada concatenación de planos, la acción es imposible de seguir en condiciones. Y si la acción no se puede seguir, ¿qué queda en este Conan...?

Pues prácticamente nada, porque la película es eso, una escena de acción tras otra, una pelea tras otra, casi todas intercambiables en uno u otro momento de la historia, incluso el clímax final. Ni siquiera importa que sea uno u otro personaje el que pegue un golpe o el siguiente. Todo parece exactamente igual. La única nota exótica la pone la hechicera a la que da vida Rose McGowan, Marique, hija de Khalar Zym (interpretado por el malo de Avatar, Stephen Lang), pero es sólo eso, una nota exótica que no llega a enganchar. Como tampoco engancha el propio Conan. Cierto es que del desastre que se preveía, Jason Momoa es lo más salvable. Con todo, es posible que Momoa (Khal Drogo en Juego de tronos) hubiera dado vida a un Conan decente, pero el material con el que cuenta es tan intrascedente, tan flojo, tan aburrido, que poco le queda por hacer. La rudeza y la determinación del bárbaro cimmerio sí las tiene, incluso el cuerpo de Conan, y eso era un paso importante. Pero no hay más. Ni siquiera química con la hermosa pero igualmente inane Rachel Nichols (a la que se vio en G.I.Joe), que acaba dando igual que viva o que muera, que sea interés romántico de Conan o simplemente la mujer con la que hay que rellenar la cuota en el reparto de todo filme fantástico.

Al final, Conan ni siquiera parece Conan. No porque haya una visión única del personaje, en absoluto. Es tan Conan el que escribió Howard como el que interpretó Schwarzenegger, o los que ofrecieron en el cómic los míticos Roy Thomas y John Buscema décadas atrás como el de Kurt Busiek y Cary Nord ya en el siglo XXI. Pero es que en la película no hay nada que lleve a decir sin duda alguna que ese que estamos viendo es Conan. También podría no serlo y, al mismo tiempo, ofrecer una película entretenida que enganchara al profano en los mitos del bárbaro cimmerio. Pero Conan el bárbaro deja insatisfechos a ambos tipos de público. Ni enganchará a quien no sepa nada del mundo de ficción en el que ha entrado, ni satisfará a quienes ya lo conocían de los libros, los cómics, las películas o las series. Es todo un ejercicio de impotencia que aboca a un nuevo fin de la vida cinematográfica de Conan, que ya había pasado 27 años lejos de la gran pantalla. Ojalá no pasen otros tantos para que alguien sepa rescatar con categoría alguna de las miles de historias decentes que se pueden contar de Conan. Y, por favor, que no incluya de nuevo otro prólogo con el personaje siendo niño.