lunes, febrero 28, 2011

Oscars 2011. Previsibles y aburridos

Algo falla si lo mejor de los Oscars de este año es que Kirk Douglas, con sus 94 años, aparezca en el escenario y que eso se produzca a los pocos minutos de comenzar la ceremonia. Por descontado, fue una delicia verle derrochando desparpajo, gracia y categoría, pero si eso es lo mejor, ¿para qué sirvió el resto de las poco más de tres horas que duró la gala? Los premios fueron los más previsibles en muchos años. Los presentadores, los más sosos. La gala, la de menos ritmo en mucho tiempo. Y Hollywood no dio muchos signos de evolucionar. Sí de premiar lo bueno, que no estoy en contra de los galardonados, pero la Academia dejó pasar alguna que otra oportunidad de dar un paso adelante. El resumen es que los premios estaban cantados (sobre todo los importantes, porque no había quiniela que no tuviera a los cuatro actores ganadores), que no hubo grandes momentos para el recuerdo (ni siquiera con la embarazada Natalie Portman) y que la ceremonia fue sosa. Bueno, todo menos Kirk Douglas y el muy añorado en estas lides Billy Crystal.

Ganadora de la noche: El discurso del rey. Sí, pero no. Ganó, porque se llevó los premios a mejor película, mejor director, mejor actor y mejor guión original. Pero ganó poco. Porque comparte con Origen el hecho de haberse llevado cuatro premios, aunque los de la película de Christopher Nolan sean todos de carácter ténico. Para mí, Origen sigue siendo la mejor película de 2010. Es la más completa, la más original, la más rompedora y la que seguramente se recordará más de aquí a que pasen unos años. Pero como la Academia no había incluído a Nolan en el quinteto de nominados a mejor director, era imposible que saliera como ganadora de la noche. Como la, para mí, segunda mejor película de 2010: Toy story 3. Hollywood todavía no se atreve a valorar como se merece el cine de dibujos animados. La migaja de darle una categoría propia me sigue pareciendo un absurdo, una justificación como cualquier otra para no reconocer que la animación es una técnica tan válida como la acción real para hacer una gran película.

Lo que también queda claro después de estos Oscars es que David Fincher va a tardar lo suyo en encontrar el reconocimiento en forma de premios (y basta que escriba esto para que su próxima película se lleve diez estatuillas...). Se le ignoró con sus revoluciones del cine policiaco (Seven y Zodiac) y aunque sí se le nominó por El curioso caso de Benjamin Button y ahora por La red social, los premios fueron para otros. La espectacular película sobre el origen de Facebook merecía mejor suerte, pero que se llevara el premio al mejor guión es un buen reconocimiento. Que lograra también el de la mejor banda sonora me dejó un poco frío. Muy adecuada en la película, sí, perolo que Hans Zimmer hace por Origen o lo que Alexandre Desplat consigue en El discurso del rey está muy por encima del carácter innovador de la música de La red social. Puestos a ser originales, podían haberle dado el premio a Daft Punk por su formidable trabajo para Tron Legacy. Eso sí hubiera sido rupturista.

Los actores ganadores, irreprochables. Especial alegría me produjeron los premios a Natalie Portman y a Christian Bale. Para mí, dos de las interpretaciones más prodigiosas no del año sino de muchos años. Colin Firth está igualmente fantástico y si acaso alguno me deja un sabor un tanto agridulce es el de Melissa Leo. No porque no me guste su impresionante trabajo, sino porque tengo una especial debilidad por su compañera de reparto y de nominación, Amy Adams, a la que creó que perjudicó el guión y quizá el montaje de The Fighter. Y no sólo irreprochable sino además una gran noticia me pareció que Valor de ley se fuera de vacío, convirtiéndose en una de las grandes perdedoras de la historia de la historia de estos premios. Hollywood no apostó por la originalidad, pero al menos no premió la descarada fotocopia de los sobrevaloradísimos hermanos Coen. Algo es algo. En cualquier caso, tampoco hay que tomarse los premios tan en serio. Alicia en el País de las Maravillas es una película muy, muy limitada. Probablemente lo peor que haya hecho Tim Burton. Y se llevó dos premios (dirección artística y vestuario).

Eso en cuanto a los ganadores. En cuanto a la gala, creo que fue de lo peor de los últimos tiempos. Sosa y aburrida. Sin más gracia que la que destiló Anne Hathaway en el número musical en el que recordó al último gran presentador de los Oscar, Hugh Jackman. El caso es que Hathaway y James Franco se vieron superados por completo en los primeros quince minutos por la sobriedad de Tom Hanks (el primero en presentar premios) y un desatado Kirk Douglas. Y si a eso le sumamos la aparición posterior de Billy Crystal (al que el Kodak Theatre recibió con una ovación, quizá la mayor de la noche junto a la que recibieron los ninguneados ganadores de los premios honoríficos, Francis Ford Coppola y Eli Wallach, entregados en otra gala y que aquí vinieron sólo a saludar desde el escenario), la cosa pinta mal para los presentadores de este año. Crystal se ganó al auditorio en poco más de un minuto, hizo su papel y lo hizo con gracia. Fue Billy Crystal en los Oscars una vez más. Cada vez parece más imprescindible para que esta gala se haga de forma entretenida.

La sensación que queda es la de que los Oscars 2011 han pasado sin pena ni gloria. Y eso que había muy buen cine entre los nominados, al igual que actores carismáticos que ganaron y que no recibieron la estatuilla. El evento apenas pasó de las tres horas, no fue tan largo como en otras ediciones que, siendo más largas, fueron abiertamente criticadas. Pero parece claro que algo falla cuando hay mimbres y sale un espectáculo aburrido. Porque si algo está claro es que de esta gala vamos a recordar a Kirk Douglas. Ni a los ganadores, ni a los perdedores, ni a los presentadores. Sólo a Kirk Douglas. Un tipo que, por cierto, nunca ganó el Oscar, aunque como él mismo recordó le nominaron en tres ocasiones (El ídolo de barro, Cautivos del mal y El loco del pelo rojo) y le dieron un premio honorífico en 1996. Qué cosas tiene la vida.

Para leer un relato más formal y con más datos a cargo de este humilde cronista, podéis pinchar aquí. Para leer sobre el hecho de que Javier Bardem no logró su segundo Oscar en su tercera nominación, pinchad aquí.

martes, febrero 22, 2011

'Valor de ley', remake no, fotocopia oscura y mala

Los hermanos Coen son para mí un misterio. Gustándome más o menos, hasta 1998, hasta El gran Lebowski, eran unos cineastas reconocibles e interesantes, con un pequeño defecto: a excepción de la epopeya del Nota (mítico Jeff Bridges), sus películas no permanecían mucho tiempo en la memoria aunque fueran buenas (ejemplo perfecto, Muerte entre las flores). Pero algo les pasó después de aquel filme, porque desde entonces no me generan el más mínimo interés. Nada de lo que han hecho me ha gustado, me han parecido sobrevalorados hasta el exceso (ejemplo perfecto, No es país para viejos) y alguno que otro de sus productos me han llegado a irritar (ejemplo perfecto, Un hombre serio). Pero han conseguido por fin superar su principal defecto. Valor de ley será la película que se quede para siempre en mi memoria. Eso sí, los Coen han adquirido otra importante rémora que anula por completo su mérito: esta película ya la he visto. Se han limitado a fotocopiar el Valor de ley que hizo en 1969 Henry Hathaway con John Wayne. Les ha salido una fotocopia oscura (de tono y de resultado), pero fotocopia al fin y al cabo. Y, sí, me acordaré de diálogos y escenas. Pero con otros rostros. Mejores rostros, por cierto.

Desconozco y no he leído el libro en que están basadas tanto la película de Hathaway como la de los Coen, así que no sé decir qué partes son fieles al original literario y cuáles son hallazgos cinematográficos. Pero lo que sí está claro es que todos menos uno pertenecen a la primera versión cinematográfica. Los Coen sólo introducen dos grandes cambios en su película, una maravillosa escena de apertura, oscura, intrigante y bien narrada, y un final que casi se puede entender como un efecto del tiempo. El canto triunfal de un John Wayne vitalista no tendría mucho sentido aquí con Jeff Bridges. Aquel western ya es pasado, el nuevo western requiere otro tono. Luego hay alguna cosilla más, algún episodio intrascendente que se cuela a mitad de metraje y algún diálogo cambiado de escena. Pero ya está. Y por esto los Coen han conseguido nada menos que diez nominaciones a los Oscars. La más asombrosa es la que han recibido al mejor guión adaptado. Desde luego adaptado es, pero el grado de adaptación es sonrojante, porque, insisto, es una fotocopia del original. Las mismas frases, las mismas secuencias, los mismos personajes. Y, lo que tiene más delito, todo suena peor que en el original.

Estéticamente se podrá decir que es una película bien rodada. Difícil de discutir. Pero lo único novedoso es que se oscurece la paleta de colores. El pañuelo rojo de John Wayne ya no encaja en un western del siglo XXI, no desde que Clint Eastwood cerrara con maestría un ciclo en Sin perdón. Aquí hay grises, marrones y negros. No hay concesiones a la alegría en los tonos. Y seguramente es un acierto, porque de lo contrario la fotocopia habría sido perfecta, por mucho que Jeff Bridges lleve el parche en el ojo contrario al que John Wayne tenía tapado o Josh Brolin tenga la quemadura en la cara en la mejilla opuesta a Jeff Corey. Grandes cambios de los Coen, sí señor. Casi parece un mensaje subliminal al espectador, advirtiéndole de que están ahí las grandes modificaciones con respecto al primer Valor de ley. Ver las dos películas seguidas es un sanísimo ejercicio que desmonta la pretenciosa labor de los Coen en el cine moderno. Cuando iban de transgresores tenían su punto. Ahora que van de artistas han quedado retratados. Mejor dicho, tendría que haber quedado retratados, pero no es así. Entre las loas exageradas al Javier Bardem de No es país para viejos y este refrito del oeste da la impresión de que estamos antes unos verdaderos genios del cine. Para mí no, desde luego.

Y es que todo en este Valor de ley suena menos auténtico que en el original. La historia, para quien no la conozca, es sencilla, tan sencilla como era la de casi cualquier western de mediados del siglo XX. Un hombre muere asesinado, y la hija de éste contrata a un agente federal valiente pero demasiado aficionado a la bebida para darle caza. Y por el camino se les une otro hombre, que quiere capturar al asesino pero llevarlo a otro estado para ser ahorcado por otro asesinato, lo que no gusta a la niña, que quiere su venganza y no la de otros. John Wayne era ese agente borracho. Y John Wayne siempre será John Wayne. Jeff Bridges es, de largo, el mejor actor de esta versión, pero suena a ya visto, quizá incluso a un negativo más oscuro del Nota, menos divertido y más patético (y dicho ésto como halago a su trabajo). Matt Damon está de lo más insulso, Josh Brolin directamente desaprovechado y la joven Hailee Steinfeld, que tantos halagos ha cosechado, no pasa de correcta y muy lejos del carisma que derrochó en la versión original Kim Darby. Y si ya recordamos los impresionantes papeles secundarios en la original de Robert Duvall y Dennis Hopper es cuando nos damos cuenta de que el reparto de los Coen raya a una altura muy menor.

La primera impresión que deja Valor de ley es asombro. No sé si es que todo el mundo se ha olvidado de la película de Henry Hathaway o si es que hay que alabar a los Coen hagan lo que hagan. Y por eso la segunda impresión es todavía más negativa, es casi de enfado. Porque uno siente que le han tomado el pelo. Da rabia que en otros remakes más audaces haya tanto crítico que lo desprecia como una muestra de la falta de ideas en Hollywood y luego llegue un producto como éste y reciba alabanzas y premios por doquier. Ojalá con los años este Valor de ley ocupe el lugar que merece, es decir, el más absoluto de los olvidos. Me dará pena por algunos de los actores, a los que admiro y respeto. Pero a los Coen ya no. Los Coen terminaron su carrera cinematográfica con El gran Lebowski y dejaron películas interesantes como Fargo, Muerte entre las flores, El gran salto (qué cosas, la única de sus películas que cosechó feroces críticas porque, dijeron entonces, fue una concesión a Hollywood) o Barton Fink (y no cito Arizona Baby, aunque sé que a muchos les gusta, porque a mí no me dijo tanto). Lo que vino después es inenarrable, asombroso y, como esta vez, irritante.

miércoles, febrero 16, 2011

'127 horas', 94 minutos y un instante

Aaron Ralston estuvo atrapado cinco días en un cañón rocoso de Utah. Aguantó las 127 horas del título de la película hasta que, al final decidió cortarse el brazo, que era lo que tenía aprisionado por una gran roca. Eligió mutilarse para vivir. Danny Boyle, un director para mí sobrevalorado y que conquistó a la crítica y a los premios con la insulsa y creo que cada vez más olvidada Slumdog millonaire, ha dirigido este filme en el que se cuenta la epopeya de Ralston. Un instante, sólo un instante, es lo que realmente interesa. Y más que el momento en el que corta el brazo, señalaría el instante posterior. ¿Qué hace un hombre cuando vive algo así? He ahí el punto de interés de una película que, siendo una historia real, se pierde en el juego de la irrealidad, que parece más interesada en innovar (no lo consigue) en aspectos formales que en apelar a la humanidad de todos y cada uno de sus espectadores. De pretensiones en apariencia similares aunque en la realidad no tanto, 127 horas se queda a años luz de Buried. James Franco, eso sí, ofrece un auténtico tour de force interpretativo.

Danny Boyle sigue considerándose un rompedor, un innovador. Quizá un rebelde. No hay otra forma de entender sus excentricidades visuales en 127 horas. La fuerza de esta historia radica en que sucedió realmente. Pero lo que nosotros vemos no es una recreación, sino una fotografía que distorsiona sus elementos de buen documento. Vemos planos divididos en tres (como la secuencia inicial; si pretende ser una especie de metáfora sobre el modo de vida actual, no le pillo la relación con la historia), vemos imágenes de videocámara, vemos fotografías desplazándose por la pantalla. Vemos mucho experimento visual que ya hemos visto en ocasiones anteriores, aunque seguramente no en un porcentaje tan elevado de una misma película. Si me preguntara cómo puede ser que la parte estilística le interese más a Danny Boyle que el drama humano de su protagonista, tendría que venirme a la memoria su anterior película. Slumdog millonaire era más un documental sobre la pobreza en la India que un gran filme. Con Oscars o sin ellos. Y aquí pasa lo mismo. Hasta Ralston dice que es casi un documental de lo que le sucedió.

El caso es que, o quizá a causa de eso, narrativamente la película tarda mucho en arrancar. Quizá porque el espectador lo que está esperando ver es ese angustioso cautiverio de 127 horas que sufrió Ralston y, en cambio, Boyle da muchas vueltas antes de llegar al fatídico momento en que cae a un desfiladero y una roca aprisiona su brazo. Y a partir de ese momento, Boyle prefiere centrarse en el mundo irreal, en las alucinaciones, en los flashbacks, en los sueños, antes que en su propio protagonista. James Franco consigue, no obstante, que las escenas reales, las que corresponden cronológicamente a esa tortura accidental, sean las mejores de la película. Sobrecoge, él sí, con mucha más categoría que su director en sus elecciones, cuando se pone delante de su videocámara y narra quién es, qué le ha pasado. O esa secuencia (muy alterada, eso sí, por Boyle), en la que se lanza preguntas y responde como si estuviera en la televisión (¿es muy descabellado trazar un paralelismo con la conversación que mantienen Gollum y Smeagol en Las dos torres, segunda entrega de la trilogía de El Señor de los Anillos?).

Indudablemente, James Franco es lo mejor de 127 horas, aunque la primera opción de Danny Boyle era Cillian Murphy (el Espantapájaros de las películas de Batman de Christopher Nolan). No es fácil estar presente en todos los planos de una película. No lo es, además, cuando la historia es tan dura como ésta. Y no lo es cuando supone, además, representar el deterioro mental de una persona que teme por su vida y que está sufriendo. No es que salga airoso del trance, es que lo borda. Boyle le suaviza algo la tarea dedicando bastante tiempo del metraje a los momentos previos al accidente, cuando Ralston se encuentra con dos jóvenes perdidas con las que actúa de guía por la zona. Distracciones que, seguramente, quieren evitar que el espectador se centre en la escena que, en realidad, le ha llevado al cine. Pero es inevitable. Esa escena es dura, con mucha sangre, pero quizá menos aprovechada emocionalmente por parte del director de lo que sería deseable.

El instante marca mucho más que los 94 minutos, y eso no dice nada bueno del trabajo de Danny Boyle. La película, al final, queda como un soberbio trabajo interpretativo y el empujón para averiguar más sobre una historia humana épica. Pero después de ese instante, el castillo se derrumba. El epílogo es largo y dice poco más. Como poco había dicho antes del accidente. Boyle no consigue cerrar la película bien ni a tiempo, ni entrar en ella con la fuerza suficiente. Y le resta valor con una moraleja más propia del manual de los jóvenes castores que de la narración de un episodio sobre la naturaleza humana. 127 horas se queda como el relato decepcionante de una historia apasionante y con un actor sublime.

viernes, febrero 11, 2011

'Enredados'... y encantados

Disney siempre será Disney. Y eso significa ser la mayor y mejor marca de la animación de toda la vida. Cierto es que Disney ha estado perdida unos años, devorada por la genialidad de Pixar (y a pesar de que compartan marca desde el principio, primero como distribuidora de los filmes de John Lasseter y compañía y después como la misma empresa), angustiada por la competencia de otros estudios (por mucho que sólo ocasionalmente ofrezcan éstas productos que puedan rivalizar con ella), y quizá algo inadaptada a los nuevos tiempos. Pues eso se acabó. Y se acabó como se tenía que acabar, con una vuelta a los orígenes pero entendiendo los nuevos tiempos. Tiana y el sapo marcó el camino, pero Enredados (Rapunzel) es la película que marca el inicio de una nueva era para Disney, una en la que vuelve a maravillar a niños y adultos, una en la que los cuentos de hadas vuelven a ser su base temática y la excelencia en la animación su marca de fábrica. Una en la que se puede esperar cada película con el ánimo de que iguale o supere a la anterior. Enredados consigue todo eso porque es una delicia. Como las de toda la vida.

No podía ser más que con un cuento clásico reconvertido a lo que espera un público de hoy en día. Rapunzel es una historia que hicieron popular los hermanos Grimm (aunque el filme animado casi se limita a usar la premisa inicial del relato clásico y el nombre de su nueva heroína), como Blancanieves, La Cenicienta, La bella durmiente o El príncipe rana. Nótese que todos ellos son clásicos Disney... y el último de ellos la historia en que se basó, muy libremente, Tiana y el sapo. Es decir, que la compañía de Mickey Mouse ha entendido el mensaje. Que para competir con otros estudios no se espera de la marca Disney títulos como El planeta del tesoro, Lillo y Stitch o Zafarrancho en el rancho. Se esperan cuentos de hadas, se esperan heroínas como protagonistas, se esperan historias de amor y magia, se esperan bandas sonoras como las clásicas de Alan Menken para La Bella y la Bestia, Aladdin o La Sirenita (y Enredados, no podía ser de otra forma, tiene música de Menken). Disney tiene un modelo que nadie más sabe llevar adelante. No es casualidad que Dreamworks empezara su andadura con Shrek, una parodia de aquello que Disney maneja como nadie.

Hechas estas precisiones, Enredados cuenta con dos claros referentes. El primero es, precisamente, La Sirenita. Y no es un referente baldío, pues fue el filme que inauguró la última época dorada de Disney, la que llegó a la cima con la nominación al Oscar a la mejor película para La Bella y la Bestia y con la multimillonaria recaudación de El rey león. Rapunzel, como Ariel, es una jovencita apriosionada en un mundo cerrado (por mucho que el de la sirena sea la inmensidad de los océanos) y ansiosa de conocer qué hace fuera de él. La joven de larga cabellera, tal y como se nos cuenta en un formidable prólogo (que tiene un parecido momentáneo y absolutamente sorprendente con el de... Megamind), es una princesa raptada cuando es sólo un bebé por una bruja que se hace pasar por su madre para aprovecharse del poder que encierra el pelo de la niña, el secreto de la eterna juventud. Por ello, la encierra en una torre confiando en que nadie la encuentre nunca. Pero quien da con ella es un apuesto y joven ladrón, un granuja irónico que llega a su torre huyendo de los guardias de palacio y que accederá a llevar a Rapunzel a donde ella quiere ir para cumplir un sueño a cambio del objeto que había robado.

El segundo referente, uno que sin duda poca gente citará al hablar de Rapunzel es Simbad. La leyenda de los siete mares. Se trata de unas de las películas más entretenidas producidas por Dreamworks a pesar de que no sea en absoluto de las más famosas, y es la que marcó una línea que hasta Enredados nadie ha sabido entender: una historia y unos personajes clásicos vistos con un sentido de la aventura tan clásico (valga la redundancia) como inigualable. Eso es Enredados. Y en eso triunfa sobre todo durante la primera mitad de la película, una auténtica montaña rusa de acción, aventura y música en la que nada sobra, nada falta y casi todo maravilla (aunque algunos números musicales casi parezcan sobrar, al menos para el público adulto). Y en ese concepto de montaña rusa, encaja un guión cuidado hasta el más mínimo detalle y que establece las relaciones entre los distintos personajes de forma casi perfecta y con un sentido del humor formidable y muy variado (¡incluso aparece un mimo!). Como decía, nada sobra, nada falta y todo evoluciona a los mejores lugares posibles, de la montaña rusa aventurera a la montaña rusa emocional.

En cuanto a la animación, Disney siempre será Disney. La excelencia tiene que ser su baremo. Y eso parecía perdido. Quizá era por la ausencia de escenarios mágicos en tantas de sus últimas películas, pero lo cierto es que Enredados recupera un poderío visual que parecía perdido. Una magia en la imagen llevada al extremo de movimientos de cámara tan hermosos como imposibles, producto del inmenso avance de las técnicas de animación y algo con lo que el propio Walt Disney no llegaría siquiera a soñar, pero también una magia procedente de la imaginación de siempre (atención a la preciosa y preciosista escena de los farolillos, capaz de dejar boquiabierto a cualquier espectador, de la edad que sea). Es animación por ordenador, pero casi da la sensación de ser animación tradicional. Porque uno ve el agua y cree estar en el mundo de La Sirenita, ve el castillo y piensa en La bella durmiente, ve la magia de la melena de Rapunzel y es imposible no pensar en la transformación final de La Bella y la Bestia. La magia de Disney ha vuelto, y lo ha hecho con fuerza.

Enredados no está al nivel de los grandes títulos de Disney (de los grandes de verdad, que ya son unos cuantos), pero sí al de bastantes dé los títulos clásicos que todos tenemos en la cabeza. Es, sin duda, un paso adelante pero en la misma dirección con respecto a Tiana y el sapo. Es una hermosa película de aventuras, una fascinante historia de amor (qué mejor forma de celebrar San Valentín, que no se diga que ya no quedan románticos...), un magnífico retrato de personajes al estilo Disney. Aunque es un personaje más que interesante por momentos, quizá la mala no entre en el panteón en el que están la bruja de Blancanives, Scar de El rey León, Maléfica de La Bella Durmiente o tantos otros. Ese es el único pero que se me ocurre ponerle a esta deliciosa película, que irá eliminando escena a escena las reservas que puedan tener los adultos que la vean acompañando a sus niños gracias a su sentido del humor, con su historia bien construida y con sus personajes fuertes y creíbles. Los niños están ya convencidos y encantados desde el principio. Y dicen que los niños nunca mienten.

martes, febrero 08, 2011

Sobrevalorada 'The fighter', prodigioso Christian Bale

The fighter es una de esas películas que reciben una continua sobrevaloración, primero desde la crítica y después desde los premios. No es una película fácil de hacer, y su director, David O. Russell (responsable de Tres reyes), lo sabe. No es fácil sobre todo porque los precedentes del boxeo en el cine han dejado grandes obras maestras con las que se comparará inevitablemente este filme. Y en esa comparación, The fighter sale perdiendo. No porque no tenga virtudes, que indudablemente las tiene, sino porque no consigue elevarse por méritos propios de entre los títulos de este estilo. Sí destaca por un reparto sencillamente excepcional, encabezado por un correcto Mark Wahlberg y un prodigioso Christian Bale, al que merece la pena escuchar en versión original para poder detenerse en todos los pequeños detalles verbales y gestuales que conforman un papel inolvidable. Un reparto que se eleva por encima de la previsibilidad del guión y de los agujeros que deja, oportunidades perdidas para que el lucimiento de los actores hubiera sido todavía mayor.

Con un breve repaso del boxeo en el cine, uno se da cuenta de que el reto de crear una nueva película es inmenso. Más dura será la caída, Fat City, Rocky, Toro salvaje, The boxer, Million Dollar Baby, la injustamente olvidada Cinderella Man... Son muchos los títulos emblemáticos que ha dado este pequeño subgénero. ¿Qué tiene de nuevo The fighter para ganarse un rincón en el recuerdo? No demasiado, la verdad. La gran novedad estilística que presenta es integrar el formato televisivo en la pantalla, primero a través de un documental que un grupo de realizadores está haciendo del boxeador Micky Ward (Mark Wahlberg) y de su hermano y preparador Dicky (Christian Bale), y después con la filmación televisiva de los combates que hay en el filme. Pero como en realidad no estamos ante un filme de boxeo, sino ante un drama familiar ligeramente ambientado en ese mundo, la novedad estilística pierde peso en la narración casi sin que nos demos cuenta.

Lo que importa de The fighter está en la historia familiar. Comienza la película con dos hermanos, uno es boxeador y el otro le entrena. Su madre (Melissa Leo) actúa como su manager, mientras su padre y sus otras cinco hermanas son simples animadores. No son ricos, no tienen estilo, malviven como pueden a cuenta de los pequeños réditos que saca Micky de sus combates, mientras que Dicky vive una mala vida que amenaza la carrera de su hermano. En esta situación, Micky encuentra a una mujer, una camarera (Amy Adams) que cree que ya es hora de que el boxeador tome sus propias decisiones y, por su propio futuro, se aleje profesionalmente de su familia. Ese choque de personalidades femeninas apenas se ve esbozado en el filme. O'Russell, según el guión Scott Silver, Paul Tamasy y Eric Johnson, se ha detenido tanto en ambientarnos (gracias a una espléndida y muy adecuada selección musical) que se le escapa un mayor desarrollo de esta cuestión.

Y es una lástima, porque unos actores en estado de gracia pedían a gritos algo más. Sí tiene todo lo que necesita un Christian Bale que hace el mejor papel de su carrera, hasta el punto de que hay que preguntarse una y mil veces si estamos ante el mismo intérprete que da vida a Batman para Christopher Nolan. Sus aptitudes camaleónicas le dan mucho juego y muchas opciones. Él estaría en la misma esquina que una arrolladora Melissa Leo en esta confrontación personal que mueve el filme, lo hace avanzar, pero no termina de convertirse en su alma. En la otra esquina esta Amy Adams, una actriz inconformista, asombrosamente versátil, poderosa y siempre asombrosa que personifica esas ganas de más que deja el guión. Borda lo que hace, pero hay mucho más detrás de su actuación que no llega al metraje de The fighter. Entre ellos tres crean un marco prodigioso para que Walhberg se deje llevar con acierto como el pusilánime boxeador, atrapado entre la familia y el amor. Los quiere a todos, pero todos ellos se detestan.

Hay dos grandes escenas de enfrentamiento entre Leo y Adams, las dos formidables y tensas, las dos esbozos de un camino que la película no termina de tomar. Por ser un conflicto tan sugerente, duele que el guión le dé una resolución tan apresurada y hasta cierto punto inverosímil. Quizá haya que buscar el motivo de esa suavidad en los títulos de crédito finales, acompañados por las imágenes de los hermanos Ward reales, porque ésta es una película basada en la historia de un boxeador real. Se supone que si aparecen es porque están conformes con el guión y con el proyecto, lo que ya induce a pensar que todo queda algo edulcorado, al menos en el tramo final de la película. Y pese a tener ese referente en la realidad, otro de los grandes aciertos del filme es que mantiene la emoción y la tensión de saber qué pasará en ese combate final, clímax inevitable de toda película de boxeo aunque The fighter pidiera a gritos que su fuerza emocional estuviera en otras escenas.

The fighter es una buena película, aunque seguramente no tan buena como la publicidad, el marketing, la crítica y los premios nos han intentado hacer creer. Destaca y encuentra un lugar en el corazón de los cinéfilos por su maravilloso trabajo actoral, pero más allá de eso no hay muchas novedades a las que agarrarse. Quizá todo quede algo más claro si se explica que Martin Scorsese (director de Toro salvaje) rechazó dirigirla aunque Wahlberg (con quien trabajo en Infiltrados) se lo propusiera, o si se supiera que Darren Aronofsky (director de El luchador, sobre lucha libre en lugar de boxeo pero de tono y temática similar; ésta me pareció aún más sobrevalorada) se decantó por Cisne negro en lugar de por ésta cinta. Quizá ellos sí vieron lo difícil que era luchar contra los referentes, por muchas cualidades que uno pueda reunir en la pantalla. The fighter reúne unas cuantas, pero en otros aspectos se queda en el camino.

jueves, febrero 03, 2011

'El discurso del rey', magnífico y moderno clasicismo

El discurso del rey es una de esas películas que pide a gritos un enfoque clasicista. Con el foco en la realeza, narrando acontecimientos históricos, con actores sobresalientes pero alejados del estrellato hollywoodiense y con producción y director ingleses. Y resulta que no. O, al menos, que no sólo es eso. El discurso del rey, empujada por caminos diferentes y algo inusuales por Tom Hooper (ese director que clamaba por el reconocimiento con la espléndida y por desgracia muy ignorada The damned United), es una película moderna y actual, pero respetuosa con el ambiente y las exigencias de su fondo. En la historia abraza con fuerza ese clasicismo, pero en el envoltorio se revela como un filme propio de su época, rodado con grandes angulares, con encuadres diferentes, con distintos niveles en el plano. Y todo ese conjunto, rico y sensible, completado con maestría por un cuadro actoral formidable, supone una película espléndida a todos los niveles. Espléndida y sorprendente. Emotiva y hermosa. Un muy logrado guión de superación personal en un marco inverosímil (por elitista).

Después de sólo tres películas, ya se puede afirmar que Tom Hooper es un director sin miedo y un nombre que hay que tener muy presente para el futuro. Se desenvuelve como pez en el agua en historias humanas desarrolladas en los contextos más diferentes. No le importa tratar con ciudadanos comunes o con figuras históricas, con reyes o con entrenadores de fútbol, con blancos o negros, con hombres o mujeres. De todo ahí ya en su filmografía después de Tierra de sangre (una historia sobre el apartheid sudafricano) y The Damned United (la etapa más controvertida de la carrera del entrenador de fútbol inglés más reconocido de su época). Pero si por algo destaca es por los retratos dobles, la relación entre dos personajes protagonistas, siempre colocados en los lados opuestos del espectro de personalidad. Y lo hace, ojo, sin repetirse, lo que tiene un mérito aún mayor. El discurso del rey se está vendiendo como la película de Colin Firth y la primera gran sorpresa que depara es que no es así en absoluto. En los títulos de crédito ese nombre aparece al mismo nivel que el de Geoffrey Rush. Y es que la película trata sobre ambos.

Quien la vea desprovisto del peso de la maquinaria publicitaria, se dará cuenta enseguida de que es así. De que tiene tanto peso Rush como Firth, a pesar de que la Academia de Hollywood haya decicido colocar al primero en la categoría de actor secundario. No se entiende la historia sin él, es tan esencial ver con su familia o recitando a Shakespeare a este hombre dedicado a solucionar problemas del habla como el rertato íntimo que hace Hooper del rey inglés Jorge VI. Y ahí radica buena parte de la grandeza de El discurso del rey, en una radiografía doble del alma humana, de sus miedos, de sus logros, de sus aspiraciones y, sobre todo, de su amistad (si alguien duda de que ese es el tema esencial de esta película, que lea cuál es el último mensaje sobreimpresionado que aparece en la pantalla antes de que desfilen los créditos finales). Firth y Rush, sublimes ambos (aunque el esfuerzo vocal del primero le dé una aparente ventaja), protagonizan unas interpretaciones excepcionales gracias al conjunto que les rodea. Helena Bonham Carter, Derek Jacobi, Guy Pearce o Timothy Spall (normalmente infravalorado a causa de esa vis cómica que tanto explota) ayudan a que el cuadro dual sea inigualable.

Y es que es en las largas escenas de conversación, preparadas hábilmente con el papel clave del resto de intérpretes (no sobra nada), entre ambos donde estalla una magia que se intuye en muchas secuencias. Se intuye porque la primera sensación que deja es que el aspecto formal de la película es diferente. Esa imprevisión del espectador ante el espectáculo que contempla le puede incluso hacer dudar en algunos momentos sobre lo acertado de la elección, aunque esa incógnita se despeja poco a poco con planos magistrales (el final de la conversación en los jardines dejando a uno de los personajes desenfocado y unos pasos por detrás, la colocación contrapuesta a un lado de la pantalla de Firth y Russ en el plano-contraplano de una de sus conversaciones) y con espléndido uso de todas las armas de las que se puede valer una película, desde una fotografía preciosista hasta una música sublime del genial Alexandre Desplat (es aquí donde surge la única decisión difícil de explicar: ¿porque no es música de Desplat sino de Beethoven la que ilustra el clímax final que da título a la película?; la magia se rompe aquí, pero sólo mínimamente porque la escena, su montaje y sus interpretaciones están a un nível sobresaliente).

Quizá haya quien afronte El discurso del rey con miedo a encontrarse con un relato lento y plomizo. No lo es. En absoluto. Al contrario. Es un retrato vigoroso de un personaje esencial de la historia británica moderna, que avanza con firmeza gracias a unos diálogos magníficos (menos rápidos aunque igualmente mordaces en más de una ocasión que los de La red social, otra película que jugaba con un fondo clásico y un envoltorio moderno pero algo más agudizado). Y para quien crea que sólo va a asistir a un destacable trabajo de actores, ver esta película atendiendo a los detalles ajenos a la interpretación será una delicia. Porque ésta es, además y sobre todo, una película de Tom Hooper, quien realiza una magnífica labor de dirección y otorga un sello muy personal a un filme que, sobre el papel, corría el peligro de perderse en un mar de títulos intercambiables. No era una película fácil de hacer. Quizá era más sencillo interpretarla que dirigirla. Y el triunfo colectivo de todos los involucrados es lo que hace de El discurso del rey un título imprescindible. Moderno y clasicista. Hermoso e inspirador en cualquier caso.