lunes, noviembre 29, 2010

'Flipped', romanticismo en vías de extinción

Qué difícil sigue siendo ver en el cine una buena película romántica. Romántica de las de verdad. De esas que tienen una historia preciosa pero real. De esas que tienen una buena pareja protagonista. De esas que tienen presente que es más hermoso ver algo novedoso que un desgastado cliché. Flipped, además de una gratísima sorpresa, es una de esas películas. Lo es porque sorprende con la historia más vieja del mundo, la de dos jóvenes, en este caso adolescentes, que se van enamorando, a veces de forma consciente y a veces no. Lo es porque utiliza una bonita doble narración, las mismas secuencias vistas consecutivamente desde el punto de vista de él y de ella, completando el cuadro de la realidad. Y lo es porque está maravillosamente bien escrita y muy bien interpretada. Ojo a Madeline Carroll, una chiquilla de sólo 14 años que enamora a la cámara (y, por qué no decirlo, a este humilde espectador; esa es la magia del cine) cada vez que aparece en pantalla.

Con el paréntesis de los años 90, en los que se dedicó a explorar con sobresaliente resultado terrenos como el terror psicológico (Misery) y el drama judicial (Algunos hombres buenos), Rob Reiner casi siempre se ha acercado a historias románticas. Le daba igual que estuvieran envueltas en el hermoso envoltorio fantástico de La princesa prometida, en la leyenda cinematográfica de Dicen por ahí, en la atmósfera contemporánea de Cuando Harry encontró a Sally o en el elitismo gubernamental de El presidente y Miss Wade. Ha tenido mejores y peores películas, pero siempre ha conseguido transmitir romanticismo en películas convincentes. Le faltaba buscar esas sensaciones con una pareja de adolescentes, y la novela escrita por Wendelin Van Draanen (cambiando la época en la que ésta se sitúa, desde el comienzo del siglo XXI hasta la década de los 60 de ese siglo pasado en el que todavía parece que vivimos) le ha dado la excusa perfecta.

Reiner traza con una delicadeza fascinante la línea entre el amor y el odio juveniles. Juli es una niña romántica que se enamora del chico que se acaba de mudar a la casa de enfrente (impecable la hermosa escena con la que se abre la película). Son apenas unos niños. Y los niños, siguiendo el tópico, no están interesados en las niñas. Es el caso de Bryce, que no soporta que su vecina y compañera de clase le persiga anhelando un beso. Ambos crecen y los sentimientos van cambiando. Ella se va desengañando, se da bruces con la realidad de que a él no le interesa, de que sueña con un imposible. Él, en cambio, experimenta lo contrario y se queda con el imposible que antes era de ella. Los caminos del amor y el odio se van cruzando. Contada así, la película corre el riesgo de caer en la sensiblería más pastelosa e intrascedente. Pero Reiner le da a esa historia un envoltorio que la hace crecer y avanzar. Dos familias muy diversas con más nexos de unión de los que podría parecer en un principio, y sueños y dramas que se mezclan en los caminos de los dos chavales y la gente que les rodea. Como la vida misma. Por eso Flipped engancha. Porque es tan fácil ponerse en la piel de algún personaje.

Y eso es así porque los actores realizan un trabajo formidable. Desde los más veteranos y conocidos hasta los más jóvenes y prometedores, todos ellos crean un reparto casi perfecto. Entre los primeros están Aidan Quinn, un intérprete que prometía mucho a comienzos de los 90 y que se quedó en el camino a pesar de su categoría; Rebecca De Mornay, que pasada su época de sex symbol quizá consiga por fin, y aunque ya parezca difícil en esta tiranía de la imagen, establecerse como lo que promete ser, una buena actriz; Penelope Ann Miller, de la que, a pesar de no haber logrado en su día la misma fama que la intérprete de La mano que mece la cuna, también tuvo sus momentos de fama gracias a Atrapado por su pasado (una de las mejores películas de Brian de Palma), Despertares o protagonizar junto a Arnold Schwarzenegger Poli de guardería; y John Mahoney (conocido por la serie Frasier), que da vida a un personaje capital en la historia.

Todos ellos hacen funcionar el engranaje de la película y tienen una gran importancia en ella, pero el alma del filme está en la profunda mirada de Madeleine Carroll, que crea en la pantalla mucha magia, mucho romanticismo y un saber estar impropio de alguien de su edad (catorce años). Callan McAuliffe está correcto, pero tiene las limitaciones propias de un actor adolescente. Madeleine Carroll no tiene límites. Y su nombre (que para mí era desconocido aunque forma parte del reparto de películas como El último voto, Resident Evil: Extinction o incluso algún episodio de la serie Perdidos) ya está apuntado en esa lista de jóvenes promesas que uno espera que no se echen a perder. Quizá le falta a la película un final más trabajado que haga justicia al buen rato que ofrece, pero al margen de este defecto, Flipped es fresca, es inteligente, es romántica. Es un título diferente y original. Es una pequeña gran maravilla.

De no proceder de un estudio grande y un director conocido, ya habría sido bautizada como la película independiente del año, ese honor absurdo y rimbombante que la crítica suele otorgar a películas que a veces se olvidan con demasiada facilidad. Pero como no puede tener esas etiquetas alternativas, es un filme que corre el peligro de pasar desapercibido (costó catorce millones y ni siquiera recaudó dos en Estados Unidos). Y sería una lástima. Pero es que la película se estrenó en Estados Unidos en agosto y en España no hay todavía fecha de estreno. Será que el romanticismo está en vías de extinción. ¿Lo está? Ver Flipped es la mejor forma de saber si en nosotros está escondido un romántico.

jueves, noviembre 25, 2010

'Imparable', pero que poquito que contar...

Hubo un tiempo, en los años más oscuros de la filmografía de Ridley Scott, que alguien se atrevió a decir que el Scott bueno era en realidad su hermano Tony. Cuando uno ve productos como Imparable, no deja de preguntarse cómo es posible que alguien llegara a pensar eso, por muchos defectos y fallos que haya podido cometer Ridley a lo largo de su carrera. Pero las opiniones son libres y mucho más si hablamos de medios de expresión como el cine. Scott, Tony, se entiende, es un tipo que tiene una única virtud: sabe cómo hacer emocionantes sus películas. Da igual lo que te esté contando, siempre llegará un punto en el que hará sentir emoción al espectador. No una emoción sentimental, sino una emoción derivada del clásico cliffhanger de los seriales de los años 30 y 40, esa duda sobre qué va a pasar a continuación y cómo van a resolver los héroes de la historia el problema que tienen ante sí. Aquí el problema es un tren sin conductor que hay que detener antes de que se estrelle y cause no sé cuántas muertes. Podría ser cualquier otra cosa, tanto da.

Y es que Imparable tiene muy poquito que contar. Por eso apenas alcanza la hora y media de metraje, porque lo que narra es tan insustancial que bien podría haber sido material para el clásico telefilme americano. Pero no lo es, detrás de esta película hay un gran presupuesto (no se ve mucho en la pantalla) y están los nombre de Tony Scott y el de dos actores más que conocidos. Denzel Washington ha trabajado ya con el menor de los Scott en tantas ocasiones que no sé si alguien lleva todavía la cuenta a estas alturas (son cinco, para que nadie emplee tiempo en buscarlo). Y casi siempre haciendo el mismo tipo de papel. Washington es, para su desgracia porque vale mucho más, un actor encasillado, uno de esos que casi siempre que aparece en pantalla da la impresión de interpretarse a sí mismo (curiosamente, una de sus últimas grandes interpretaciones se la sacó Scott, Ridley por supuesto, en American Gangster). Chris Pine es ya un actor célebre, desde que interpretara al nuevo Kirk del notable Star Trek de J. J. Abrams. Y ambos hacen lo que saben y saben lo que hacen. Cumplen. Poco más. No hay más, por mucho que el guión se esfuerce en incluir pinceladas personales con la misión de incrementar los niveles dramáticos del filme.

Drama que es casi inexistente, por cierto, al menos durante la amplia mayoría del metraje (y cuyo paradigma puede ser el personaje de la esposa del personaje de Pine, una presencia casi sin diálogo a lo largo del filme; todo frío, como la propia película). Todo cambia al final, que es cuando entra en escena la virtud de Tony Scott, la de la emoción. El ritmo es veloz en todos los sentidos (desesperante en los continuos cambios de plano y movimientos de cámara repetitivos marca de la casa), pero no alcanza ese punto álgido hasta el final. Eso deja cierto buen sabor de boca al terminar la película, pero es un sabor de boca engañoso. Como engañoso es siempre el guión que incluye a un personaje femenino fuerte e íntegro (Rosario Dawson), simplemente porque hay que hacerlo. O un drama personal (a uno se le ha muerto la mujer de cáncer, al otro le han dictado una orden de alejamiento porque pegó a otro tipo por celos) que se entremezcla con la heróica misión de los protagonistas (el tren se va a chocar contra el pueblo en el que viven las familias de ambos). Todo ya visto. Todo muy manido. Todo muy previsible. Incluso el final, por emocionante que sea.

Bien visto, no es fácil rellenar la historia de un tren desbocado, y eso tendrá cierto mérito. Quizá. Por eso tarda tanto en arrancar la película, con una larguísima introducción que apenas aporta gran cosa a la historia, más allá de presentar personajes sin profundidad y que quedan rápidamente olvidados según pasan los minutos. Se aportan muchos datos para contextualizar la vida de los protagonistas, pero en el fondo nada de eso importa. Lo único que tiene relevancia es que un tren coge altas velocidades y está destinado a descarrilar en medio de un pueblecito americano provocando una gran explosión. Por eso lo único destacable es la emoción de saber qué pasa con eso. Pero esa emoción dura cinco minutos. Ni más ni menos. Y para montar una película alrededor de algo así, es conveniente dedicarle más trabajo. No es que se haya perdido una gran oportunidad para hacer un buen filme. Es que esa oportunidad no tenía nada que ver con los objetivos de este título, que podría haber sido deudor del cine de catástrofes de los años 70, pero que se queda en una pelicula palomitera más del siglo XXI. Y que cada cual interprete si eso es digno de pagar una entrada de cine o de pasar hora y media delante de una pantalla.

miércoles, noviembre 17, 2010

'Harry Potter' y el penúltimo paso hacia el fin

Penúltimo paso hacia el fin de Harry Potter. Tendría que ser el último, pero la decisión de partir en dos películas Las Reliquias de la Muerte retrasará ese final hasta julio de 2011. Como los anteriores pasos, esta primera mitad del último relato del joven mago es más que nada una transición. Hay nuevos elementos, sí, pero que forman parte del mismo relato. Es más de lo mismo en casi todos los sentidos, y eso supone que encandilará a los aficionados a la saga cinematográfica (que no coinciden necesariamente con los aficionados a la saga literaria) y no dirá mucho más de lo dicho hasta ahora a quien no cuenta los minutos de espera hasta la siguiente película. Tiene algunos puntos que mejoran entregas previas, pero eso queda lastrado por la aparecente necesidad de meter en la película, por eso se parte en dos, prácticamente todo lo que J. K. Rowling introdujo en su último libro. Eso compensa a la baja las apreciadas novedades y por eso la sensación final es prácticamente la misma de siempre, la de haber visto una larga transición de dos horas y media esperando todavía el (se supone) espectacular enfrentamiento final entre Harry y Voldemort.

Comencemos por lo bueno. Hemos tenido que esperar seis películas, pero al fin las relaciones entre los diferentes personajes, al menos entre los tres protagonistas (el Harry de Daniel Radcliffe, el Ron de Rupert Grint y la Hermoine de Emma Watson) alcancen un notable grado de madurez, necesario para entroncar el relato mágico en el mundo real, algo que la saga venía pidiendo a gritos desde hace unas cuantas entregas. Fruto de esa madurez, el comienzo de la película es emocionalmente intenso e impresionante (acompañado de forma impecable por la música de Alexandre Desplat, por fin un relevo digno de John Williams aunque, con el objeto de dar a la película el tono lúgubre que requiere, se olvide casi por completo del jovial tema principal que el maestro creó para el primer filme). Igualmente notable es el intento de David Yates de salirse del canon narrativo fijado por las seis películas anteriores con un breve pasaje de animación, brillante, oscuro y perturbador a partes iguales. Sin duda, ésta es la mejor y más original escena de la película.

Pero, y aquí empiezan los peros, ese fragmento hubiera sido una magnífica introducción para la película, del mismo modo que Shyamalan nos introdujo en La joven del agua. Pero aquí llega a la hora y media de película (todavía quedaban más de tres cuartos de hora por delante), síntoma evidente de dos cosas. En primer lugar, que era innecesario alargar Las Reliquias de la Muerte durante dos películas de la misma duración que las seis anteriores. Sin ese ejercicio de síntesis, asistimos a un interminable encadenado de secuencias de las cuales muchas podrían haberse quedado en la sala de montaje o, mejor aún, en las páginas de la novela. Porque ese y no otro es el segundo síntoma detectable: la imperiosa necesidad de contentar a todos los fans haciendo un repaso por todas las secuencias del libro. Esto es una suposición, pues no he leído la obra, pero parece el origen del problema. Y es que se está perdiendo el valor del trabajo de adaptación. Ahora se buscan fotocopias, traslaciones casi literales, y el conjunto final de una película, un medio muy distinto de la literatura, al final acaba lastrado por ese afán. La adaptación pedía claramente suprimir personajes y simplificar caminos. Pero aquí parece estar todo lo que hay en el libro.

Gracias a la escasa adaptación realizada, David Yates, director de las dos anteriores películas de la serie (La Órden del Fénix y El príncipe mestizo), obvia escenas que podrían haber dado mucho juego en la gran pantalla, incluso la muerte de algún personaje de la que simplemente se informa, destruyendo las posibilidades trágicas de esos momentos (eso, en realidad, ya se había echado en falta en anteriores entregas de Harry Potter). La batalla del Abismo de Helm le sirvió a Peter Jackson para llenar casi una hora de película de Las dos torres cuando Tolkien la ventiló en unas pocas páginas. Aquí había una gran espectacularidad latente en el ataque inicial de los mortífagos para evitar que sus amigos oculten a Harry de las garras de Voldemort o en la escena de la boda, pero una y otra secuencia se convierten en elipsis temporales, incluso directamente en vacíos, para seguir las peripecias del trío protagonista, interés principal de la película (y eso, insisto, genera un punto de mejora cinematográfica y narrativa por momentos, como en las discusiones entre los tres jóvenes cuando las cosas les van realmente mal o en la escena del baile en la tienda).

Desde el espléndido final de El cáliz de fuego, todavía la mejor secuencia de la saga, se espera un climax parecido, pero no se acaba de conseguir. Por eso la sensación de transición que vienen dejando desde entonces las nuevas entregas. Allí, el Voldemort de Ralph Fiennes impresionó, con su imagen y sobre todo con su inquietante voz. Aquí no consigue todavía el mismo efecto, a pesar de que aparece más tiempo en pantalla que en las dos últimas películas juntas. Será que lo mejor queda para el final de la saga, pero de alguna manera Fiennes no logra generar la misma sensación de terror que en El cáliz de fuego, ni siquiera en el epílogo de esta primera parte de Las Reliquias de la Muerte, una escena que podría haber desbordado grandeza y épica, pero que se queda en eso, en un simple epílogo, en el final de una primera mitad. Poco para lo que podría haber sido. Como el clímax de esta entrega, que, no obstante, es la única escena en la que la espectacularidad se ve acompañada de la necesaria emotividad para conectar con el espectador, al menos con el profano en este mundo.

Y dicho todo esto, ¿qué es lo que realmente queda de Harry Potter y las Reliquias de la Muerte. Parte 1? Como en las dos películas anteriores, la esperanza de que el gran final de la historia esté a la altura, porque el cine ha perdido la oportunidad de ofrecer una saga diferente y única. La apuesta ha sido por clonar los libros lo máximo posible, y eso ha convertido la secuencia de películas en una larguísima espera para lo que llega el año que viene, en una sucesión de entradas y salidas de personajes, de escenas que a veces es difícil ubicar en una película o en otra (ésta es la que mejor triunfa en el terreno de la individualidad... aunque lo echa por tierra por no acabar la historia y dejar la mitad para dentro de siete meses). Lo mejor es el grado de oscuridad que ha alcanzado la saga, difícilmente clasificable ya como una historia para niños. Entretendrá a casi todo el mundo, y los muchísimos fans de Harry Potter seguro que la disfrutan. Pero a quien no forme parte de ese grupo, puede que le sepa a poco. Otra vez.

miércoles, noviembre 10, 2010

'Ga'Hoole. La leyenda de los guardianes', espectacular 3D para un déjà vu juvenil

La fantasía juvenil vive un momento dorado. O no, todo depende del cristal con el que se mire. Es buen momento, porque hay un gran número de títulos, sobre todo a través de sagas que dan el salto desde la literatura hasta el cine, con bastante éxito en las taquillas además. Pero no es tan bueno ese momento porque falta algo, falta diversidad, faltan obras rompedoras, falta la frescura y el carisma que tenía el género en los irrepetibles años 80. Por desgracias, todo suena a ya visto. Y aunque casi todos estos títulos tienen elementos de interés, al final la sensación de déjà vu es inevitable. Sucede con Ga'Hoole. La leyenda de los guardianes. ¿Mala película? En absoluto, tiene los elementos necesarios para ofrecer un notable entretenimiento, pero en el fondo parece una vuelta más sobre los mismos temas, los mismos protagonistas, las mismas relaciones entre ellos y los mismos retos para héroes y villanos.

Aquí los protagonistas son animales, lechuzas en su mayoría, pero la historia bien podría ser la de Narnia, Harry Potter, La brújula dorada o cualquier otra saga juvenil. Siguen unos patrones ya definidos en otras muchas películas, y es inevitable que quede la sensación de que algo de esto ya hemos visto. Los dos hermanos, uno de carácter afable y otro más recio, que acaban enfrentados. El mentor que sacrifica su vida para que el protegido tenga la posibilidad de salvar el mundo. El clímax final en el que todo pende de un hilo. Todo visto. Lo más novedoso de esta película está en el nombre de su director, Zack Snyder. No es frecuente que un director de cine de acción real dé el salto a la animación. Snyder ya tiene labrado un nombre, sobre todo después de hacer 300 y Watchmen. Y sus características esenciales sí se ven en Ga'Hoole, sobre todo a la hora de aplicar esas cámaras lentas que tanto le gustan (y que tan bien lucen en 3D).

Pero el castillo de naipes está construido sobre un guión previsible, que desprecia además a algunos personajes secundarios, que a veces parecen estar en la película sólo porque salen en los libros en que se basa el filme y su exclusión enfadaría a los aficionados. Entre esos errores de fondo que desembocan en lo previsible del material, el guión hace además hincapié en aspectos que pueden irritar al espectador adulto (como la excesiva transformación de expresiones cotidianas al mundo de los pájaros; ¿cuántas veces se dice la palabra "mollejas" a lo largo del metraje?). Lo curioso es que tampoco tiene este producto un fácil acomodo entre los más jóvenes por el dramatismo que tiene el filme. En otras producciones similares a ésta se echa en faltaun tratamiento más oscuro y siniestro, adulto en definitiva, y ésta lo ofrece por momentos y se agradece, pero al ser una película de dibujos animados eso puede dificultar que encuentro un público adecuado. Qué difícil equilibrio para el cine juvenil moderno.

Al final es la espectacularidad de sus imágenes lo que da el aprobado a la película. Y es una espectacularidad que bebe tanto del cada vez más prodigioso avance de las imágenes por ordenador (al no tener personajes humanos, es casi imposible encontrarle pegas a la animación) como del magnífico uso que, aquí sí, por fin, se hace de la técnica de 3D. Porque aunque la escena inicial produce el habitual temor a que el uso de las gafas sea prioritario sobre el arte de rodar una película, con los acostumbrados giros imposibles y planos hermosos pero que no hacen avanzar a la historia o a los personajes, al final la técnica convence y mucho (mucho más puede que incluso con respecto al fenómeno Avatar y sin duda mucho más sobre las películas no rodadas en 3D y transformadas después a ese formato, como Furia de titanes o Alicia en el País de las Maravillas). Por una vez, el 3D no parece un timo al espectador, todo lo contrario, y así se evidencia, sobre todo, en la espectacular escena de la tormenta (la mejor de la película) y en el uso de otros elementos como el fuego o la bruma.

La espectacularidad visual que tiene la última película de Snyder es lo que convierte a este título en algo diferente a otros con los que guarda demasiada relación. Su ausencia de comedia, salvo unos pocos detalles lógicos y necesarios, también marca distancias con la fantasía juvenil de animación contemporánea. Eso tiene su valor. Como también lo tiene el notable entretenimiento que ofrece esta película.

sábado, noviembre 06, 2010

'Secretariat', Diane Lane y una bonita historia de superación

Es la vez muy fácil y muy complicado acercarse a una historia real de trasfondo deportivo. Es fácil porque tiene una serie de clichés muy aceptados, que funcionan siempre por muy repetitivos que puedan parecer. Es difícil precisamente por lo mismo. ¿Cómo hacer una película que parezca diferente a lo que ya se ha visto hasta entonces? Secretariat se mueve en ese delicado equilibrio, con dos inconvenientes añadidos. El primero, que su temática, las carreras de caballos, no es demasiado popular en demasiados lugares. La segunda, que hace sólo siete años ya hubo una película notable y popular (nominada incluso a los Oscars) sobre este tema, Seabiscuit. A pesar de todo, Secretariat sale triunfante como historia de superación con el deporte como telón de fondo por dos motivos, porque en ocasiones consigue abordar de una manera original un tema manido y por Diane Lane.

Secretariat narra una historia real, con lo que si alguien tiene algún afán por saber cómo termina la epopeya de este caballo (rebautizado así para competir pero de nombre real Big Red) y de su dueña, Penny Chennery, no hay más que navegar un poco por Internet. La película comienza siendo una historia de superación personal y de afirmación de la personalidad de una mujer en los años 60 y 70 (cómo le gusta al cine americano introducir pinceladas que meten de lleno al espectador en esas épocas, en este caso a través del rol de la mujer en el núcleo familiar en aquellos años y, sobre todo, por la ideología hippie de una de sus hijas) y se acaba transformando en una película tan deportiva como humana. La idea es ver cómo la mujer intenta demostrar que es capaz de realizar metas a las que renunció por cuidar de su familia y, al mismo tiempo, que el caballo luche por ganar la triple corona, algo que ningún otro animal ha hecho en los últimos 25 años.

Esa es justo la primera pretensión arriesgada de Secretariat, convertir al caballo en un personaje, y en uno importante, y no dejarlo como una simple parte del escenario. Durante las carreras vemos en ocasiones el punto de vista del animal y no del jinete. Hay incluso un sorprendente juego de miradas antes de comenzar una carrera entre los dos caballos que compiten por la victoria, como si fueran los dos pistoleros de un western, y más de un primerísimo plano al ojo del caballo protagonista. Se busca, y se consigue, dar una personalidad al caballo. La segunda pretensión arriesgada es la de cambiar la óptica tradicional para una película de este estulo. No es frecuente una mirada original a un evento deportivo, y dos de las tres grandes carreras que tiene la película ofrecen ese punto de vista distinto y ese enfoque atrevido.

La segunda de ellas, por realzarse a través del otro gran pilar de la carrera, el personal y familiar de la protagonista femenina. La tercera y última, por una resolución atípica (tanto en su narración como en su música, eso sí bastante convenional a lo largo de todo el filme). Cierto es que se trata de una historia real y que no daba mucho margen al dramatismo y a la emoción habituales del cine deportivo, pero la originalidad le corresponde también como mérito a la película dirigida por Randal Wallace, responsable de sólo dos películas más en doce años de carrera, El hombre de la máscara de hierro y Cuando éramos soldados. Wallace no logra la conexión emocional que exigen las carreras con su público y a veces parecen cortes de películas diferentes, pero sí consigue el climax que busca en la primera carrera, momento álgido de Secretariat sin ninguna duda.

Diane Lane, decía, es otra de las grandes bazas de esta película. Tiene 45 años y es un ejemplo espléndido de que todavía hay papeles en Hollywood para actrices de esa edad. Se mueve como pez en el agua en el personaje que le pongan por delante y hace suyas las películas que interpreta sin necesidad de forjar su fama en un desnudo, un posado o un romance con cualquier actor o director que se le presente en su camino. Su presencia y su elegancia en pantalla son maravillosas y ejemplares. Sabe llorar y sabe reír. Sabe conmover con sus lágrimas en los momentos más duros para su personaje y, al mismo tiempo, sabe emocionar con su sonrisa, sus miradas, sus gestos y sus palabras. Es una actriz maravillosa que no cuenta con todo el reconocimiento que merece. Y es un pilar esencial de Secretariat.

Lane encabeza un buen reparto con un puñado de nombres conocidos. Si bien la presencia de Scott Glenn sabe a muy poco, en un papel que él parece limitar más todavía que el guión, siempre es estimulante ver en la gran pantalla a actores como John Malkovich (aunque su personaje es un cliché en sí mismo y él tampoco parece tomárselo demasiado en serio, salvo en dos o tres escenas en las que sí demuestra que es un gran actor; ojo al momento en el que quema los recortes de periódico sobre sus derrotas) o James Cromwell, junto a un más que eficaz grupo de secundarios que da empaque al producto final. Casi tanto como la preciosista factura del filme, y es que Hollywood domina a la perfección el viaje en el tiempo que supone ubicar una de sus películas en décadas pasadas del siglo XX.

Es Secretariat una película notable que cumple con su objetivo, emocionar y entretener, aunque no siempre por los caminos que uno pudiera esperar. Quizá la mejora hubiera podido venir de un uso más claro de las elipsis temporales o del montaje en algunas partes de la película, pero es un producto típicamente bonito (típicamente Disney, si se quiere, que para eso es la productora del filme), muy convincente y muy agradable. Merece la pena.

martes, noviembre 02, 2010

'La red social', fachada moderna y fondo clásico para un peliculón

Qué cosas. La película moderna por excelencia (es lo que se ha vendido de ella, vaya), el filme definitivo sobre Internet y su emblema favorito, Facebook, es en realidad una propuesta clásica en casi todo. La red social es, por encima de todo, la demostración de que David Fincher es un director genial. Pero, seguramente también, un realizador algo incomprendido. Y es que han sido muchos meses vendiendo esta película como lo que no es (o al menos como lo que yo no he visto). Decían que La red social era el santo y seña del cine del presente y casi del futuro, y lo que en realidad he visto ha sido una apuesta por algo clásico: un guión demoledor, unos diálogos asombrosamente brillantes y una dedicación espléndida a las actuaciones sin infravalorar por ello los aspectos estéticos del filme. Sí hay algo moderno en La red social, además del tema de fondo, se entiende. Aunque más que moderno habría que decir contemporáneo. Y es que a David Fincher le da igual la estructura clásica de una película. La rompe, la moldea, juega con ella tanto como con el espectador. A su antojo. Con maestría. Una maravilla.

Con sólo ocho películas como director en su filmografía, Fincher ya es, por méritos propios, uno de los directores de referencia del cine norteamericano de finales del siglo XX y comienzos del XXI. No me parece descabellado decir de él que la mitad de sus títulos rozan la perfección y en casi todos los demás hay elementos de interés. Y no me parece en absoluto desacertado decir que sus tres últimas películas se encuentran en ese grupo de excelencia, lo que le convierten además es un director en forma, capaz de abrazar diferentes géneros, formatos y medios de contar las historias más distintas entre sí. Le van las historias humanas (como aquí), le va el policiaco (Seven y Zodiac), le va el romance (El curioso caso de Benjamin Button). Le va lo que quiera, y por eso dará menos miedo asistir a su adaptación de uno de los femónenos literarios (mediáticos más bien) de los últimos tiempos, la saga Millenium, su propia película. Y aunque ahora todo son alabanzas a Fincher (ojo a los Oscar, que ya suena y con fuerza), me quedo con la sensación de que, siendo La red social un título espléndido, está un peldaño por debajo de sus dos anteriores trabajos.

El juego con la estructura clásica que Fincher hace en La red social queda de manifiesto desde la primera escena. Durante buena parte de la película, es hasta lícito preguntarse qué hace ahí esa conversación entre Mark Zuckerberg (un espléndido Jesse Eisenberg) y la chica con la que está saliendo (una interesante Rooney Mara, protagonista de la nueva Pesadilla en Elm Street y de la próxima película de Fincher, que aquí tiene un papel breve pero capital). Parece que sólo pretende sentar las bases de un trepidante filme, de ritmo intensísimo de principio a fin, de diálogos rápidos, ácidos y mordaces. Pero no. La esencia temática de la película está ahí, como queda de manifiesto en varias ocasiones a lo largo de la película y, sobre todo, en ese espléndido final que brindan Fincher y el guionista Aaron Sorkin, basándose en el libro de Ben Mezrich sobre la web probablemente más famosa y utilizada del mundo. Pero la película no va sobre Facebook, no. Esa es la excusa. La que ha permitido un marketing curioso para publicitar la película. Esa es la parte moderna, la clásica es la que marca el camino de Fincher.

Clásica porque, en realidad, estamos aquí ante la más típica historia de amistades y traiciones. Dos amigos que montan una empresa. Uno de ellos se ha inspirado (por decirlo de forma aséptica, dejar que cada cual tome partido por quien quiera es otro de los grandes aciertos de la película) en la idea de otros compañeros, que luchan por reclamar su parte. Por el camino, el otro amigo (magnífico Andrew Garfield, el próximo Spiderman) se va quedando descolgado en favor de la figura idolatrada del primero y se va dando cuenta de que la vida real es más compleja que la vida virtual. El primero de los amigos se sabe solo. Se siente por encima de la mayoría, pero lamenta su soledad aunque no sepa cómo demostrarlo. La amistad se rompe, los amigos se enfrentan. Y Fincher narra todo esto con un halo de inevitabilidad que se presiente durante todo el filme, que le dota de una grandeza difícil de alcanzar... pero al mismo tiempo de una cierta frialdad, que es donde reside el punto más débil de la película, porque no se atreve a retrarar con más firmeza a los caídos en esta lucha de amigos y enemigos. Pero todo temáticamente clásico.

Lo que cambia es el modo de narrar la historia. No lo sabemos hasta que no pasan unos minutos, pero estamos asistiendo a un enorme flashback que ocupa toda la película hasta la escena final. Ahí rompe Fincher las reglas del cine más convencional, haciendo interactuar la escena presente y el flashback de una forma magistral (tanto crédito en esta faceta merecen los montadores, Kirk Baxter y Angus Well, como en el ritmo frenético del filme los compositores Trent Reznor y Atticus Ross). Esa escena presente, por cierto, entronca con la más clásica tradición de cine de juicios, a pesar de que el set no sea un tribunal. Y allí crecen las miradas y los diálogos, los actores y el guión. Clásico, muy clásico (también en la duración, unos ajustados 120 minutos que contribuyen a la fuerza del relato), a pesar de que Internet lo inunde todo y de que el montaje convierta a Fincher en un director de lo más contemporáneo. Y clásico, porque los encuadres de Fincher hablan mucho más que los de la mayoría de los directores actuales.

La red social es una película sobresaliente, casi imprescindible. Pero corre el riesgo de ser ahogada por su propia fama. Es uno de esos títulos en los que todo el mundo parece ver genialidad, por encima incluso de la que realmente hay. Insisto en que para mí no es la mejor película de David Fincher. Pero es un peliculón. Así, con letras grandes, las que vayan haciendo justicia a un director siempre valiente.