martes, septiembre 22, 2009

Llorar y reír

Durante años he pensado que nadie llora o ríe mejor en pantalla que Michelle Pfeiffer. Con la risa y con las lágrimas, es una actriz que siempre me ha conmovido. Aunque rechazara películas magníficas. Aunque hiciera otras que no estaban a la altura del inmenso talento que tiene como actriz. ¡Cómo la eché de menos en esos cuatro años que estuvo lejos del cine y cómo celebré su retorno cuando se estrenó Stardust! Para mí, Michelle siempre fue y siempre será única desde que descubrí a Isabeau en Lady Halcón. Por su risa. Por sus lágrimas. Pero lo que todavía no sabía es que también tenía la capacidad de hacer las dos cosas a la vez de una forma tan tierna, natural y sensible. Lo he descubierto en Yo soy Sam, donde Michelle da vida a una abogada que casi por casualidad acaba llevando el caso de un deficiente mental al que quieren retirar la custodia de su hija pequeña. No, en realidad, da vida a una abogada cuya vida personal es un fracaso que no se puede permitir porque ella no ha perdido nunca. Por eso llora. Y por eso acaba encontrando motivos para reír.

Se llevan 36 años, pero comparten esa especial y rara cualidad de iluminar la pantalla con su risa o sus lágrimas. Pocas personas saben hacerlo y en Yo soy Sam confluyen dos. Dakota Fanning es una niña prodigio. El término es horrible, sí, pero describe a la perfección a una niña que con siete años ya era capaz de aguantarle secuencias a Sean Penn. La vi por primera vez en la menospreciada La guerra de los mundos de Spielberg. Me encantó esa pequeña niña rubia de grandes ojos azules. Después me dejó sencillamente alucinado en la notable miniserie Abducidos, producida por el propio Spielberg. Y ahora la veo, aún más pequeña, en Yo soy Sam. Y se ríe como nadie. Llora como nadie. Y me hace llorar cuando le dice a su padre que no tiene por qué sentir que sea diferente a otros padres porque "ningún otro padre juega con su hija en el parque". O cuando le dice que no quiere aprender a leer palabras que su padre no sepa leer también. Dakota Fanning tiene ya quince años y ya ha rodado la segunda entrega de la saga Crepúsculo. Ningún niño me había entusiasmado tanto desde Haley Joel Osment. Ninguna niña desde Natalie Portman. Ojalá no me echen a perder a Dakota.
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Os preguntaréis cómo es posible que me centre en estas dos actrices para hablar de Yo soy Sam, una película en la que el inmenso Sean Penn se sale una vez más dando vida a un deficiente mental, en un filme pensado para el lucimiento del actor protagonista. La respuesta es sencilla. Estas dos mujeres, estas dos actrices, estas dos sonrisas, tiene algo diferente. Algo único. Algo que conmueve. Y Sean Penn también, claro, pero llega un momento en la película en el que te das cuenta de que estás llorando y estás riendo con el personaje de Sean Penn, pero gracias también a todo lo que hacen y dicen su abogada y su hija. Yo soy Sam es una película con aspecto de telefilme pero que crece gracias a sus actores (también Laura Dern y Dianne Wiest), que tiene un final insulso y sin fuerza, escamoteando demasiadas cosas que merecía la pena mostrar, pero un desarrollo tan divertido como emocionante, además de un sentido homenaje a la vida a través de los Beatles (por cuestiones de derechos, no pudieron incluir canciones de los de Liverpool). Sin duda a causa del trabajo de sus actores, conmueve. Y eso ya vale mucho.

lunes, septiembre 14, 2009

Los cameos de Stan Lee

En la introducción de un volumen de Spiderman publicado no hace mucho, Stan Lee se definía a sí mismo como "el tipo que ha hecho cameos en casi tantas películas como Hitchcock". ¿Cómo? ¿Te estás preguntando quién es Stan Lee? Eso es que no eres muy aficionado a los cómics de superhéroes. Pues Stan Lee es el tipo que revolucionó el género en los años 60 creando la mayoría de personajes principales de lo que hoy conocemos como el Universo Marvel: Spiderman, Daredevil, la Patrulla-X, Hulk, los 4 Fantásticos... Un tipo que a lo largo de los años se ha ganado el cariño de todo el mundo, incluso aunque su fama eclipsara el mérito de colaboradores suyos como el gran Jack Kirby. El de Stan Lee fue uno de los nombres de los que me vino a la cabeza cuando hace unos años se le dio el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia a J. K. Rowling, por haber creado una mitología aún más duradera y universal que la de la madre de Harry Potter.

Volviendo a la frase inicial, desde hace unos cuantos años Stan Lee ha convertido el cameo (suerte de broma privada que, por desgracia, parece estar recluída en el cine fantástico) en un arte y, sí, puede que el referente más claro sea el propio Hitchcock. El creador del Universo Marvel ha aparecido en casi todas las adaptaciones cinemagráficas de los personajes a los que dio vida (la página de Stan Lee en Wikipedia ofrece un listado muy completo). Sus apariciones se han convertido ya en un momento muy especiales de películas que ya de por sí son especiales para los aficionados al noveno arte. Y es un precioso reconocimiento en vida de un hombre que ha creado leyenda, al que gracias a sus creaciones se recordará para siempre y que ha ofrecido innumerables momentos de diversión y entretenimiento a incontables personas en todo el mundo. Aunque todos ellos me han arrancado una sonrisa (reconozco que el de la primera X-Men es el único que no vi en la película y tuve que buscarlo después), sin duda mi favorito es el cameo en Los 4 Fantásticos y Silver Surfer, donde hace de sí mismo, recreando una escena que él mismo escribió hace más de cuatro décadas.

Una entrada como ésta sólo puede acabar con el grito de guerra del propio Stan Lee. ¡Excelsior!

viernes, septiembre 04, 2009

'Enemigos públicos': Michael Mann vuelve


Ver a Michael Mann ofreciendo una película vigorosa, intensa, interesante, entretenida y tan bien realizada como casi siempre en su filmografía, es motivo más que suficiente para pagar una entrada de cine. Enemigos públicos le devuelve a ese terreno, el que viene explorando desde que en 1992 hiciera El último de los mohicanos y, sobre todo, en 1995 dirigiera Heat. Un terreno que abandonó con Corrupción en Miami, un videoclip caro y sin alma que no encajaba para nada en su forma de hacer cine. Mucho plano bonito, sí, pero ni historia, ni actores, ni nada de nada de lo que había enseñado previamente en películas apasionantes como El dilema o Collateral. Enemigos públicos es una gran muestra de cine de gánsgters, de época, donde mejor encajan estas historias, en el Chicago de los años 30. No es una obra redonda, pero sí una buena muestra de lo que puede hacer Michael Mann con un buen guión, una formidable puesta en escena, y un puñado de actores apasionantes.

A la hora de ver Enemigos públicos, es inevitable recordar la cumbre de Michael Mann en el género, Heat. Y seguro que él también la recordó mientras rodaba esta su última película. Después de la brillante secuencia de atraco que rodó en aquella, las escaramuzas de John Dillinger (Johnny Depp), rodadas con corrección y un buen sentido dramático, a veces no satisfacen todo lo que debieran. Heat lo que establecía era una fascinante contraposición entre la vida privada del ladrón y el policía. Enemigos públicos no. Y quizá lo necesitaba. La historia de amor entre Dillinger y Billie (Marion Cotillard) quizá necesitaba de algo parecido en el agente Purvis (Christian Bale). Pero de él no conocemos más que su faceta profesional, la de agente de la Ley, y el personaje se queda algo cojo y escondido como un secundario que tendría que haber dado más de sí. Bale le da un toque de fascinación y elegancia (apasionante cómo pone fin al interrogatorio a Billie) pero le falta material y metraje para convertirlo en un clásico.

Le falta el toque de Heat, las tramas secundarias que tenía Al Pacino en contraposición a la de Robert de Niro. Pero es que Enemigos públicos no es la historia del entrentamiento entre Dillinger y Purvis, aunque en algunos momentos lo parezca. Depp sí consigue bordar su personaje y aprovechar todo lo que se le ofrece en el guión, con toda la brillantez que se le supone. Johnny Depp siempre me ha resultado más atractivo cuando aporta su extravagancia a personas y no a caricaturas más o menos elaboradas, me gusta más su Ed Wood que su Willy Wonka en Charlie y la fábrica de chocolate, por citar dos películas de un director, Tim Burton, que le tiene como actor fetiche. Depp encabeza un reparto fascinante, en el que triunfan por igual los actores más conocidos (Stephen Dorff, Giovanni Ribisi o Billy Crudup) como los más desconocidos para el gran público (con cameo incluído para la cantante Diana Krall... interpretando a una cantante). Todos encajan a la perfeción.

Resulta curioso ver el gran resultado que saca casi siempre de sus actores un director como Michael Mann, en apariencia más centrado en la imagen, en el resultado visual de sus encuadres y sus secuencias. Pero hasta eso se pone aquí al servicio del trabajo interpretativo, porque Mann convierte su película en una inmensa y preciosa colección de primeros planos. El Mann más visual tiene, sobre todo, dos escenas no sólo para el lucimiento, sino casi para la antología. Puede que la llegada de Dillinger a Indiana, su descenso del avión, su traslado a la cárcel (bajo los acordes de un precioso tema musical de un Elliot Goldenthal recuperado para el cine después de años de un silencio casi total), sea la escena más hermosa que haya rodado nunca este realizador. Y el climax final, desde el hermoso homenaje cinéfilo al claro referente de Atrapado por su pasado (una película de Brian de Palma que merece ser reivindicada), es soberbio, emocionante y una dignísima resolución de una película más que interesante.

La película es violenta, como debe serlo una historia de ladrones de bancos de los años 30, pero se mueve con buen criterio en la delgada línea que separa lo que necesita la historia del exceso más morboso. El guión, notable pero con algunos puntos débiles (hay personajes que pedían más desarrollo, no sólo el de Christian Bale, sino también el Edgar J. Hoover de Crudup). No es lo mejor de Michael Mann, pero es que Michael Mann tiene algunas películas realmente sobresalientes. No es quizá la obra maestra que podría haber salido de un material como el que tenía a priori, pero no por eso se puede desdeñar un filme notable y altamente recomendable. Michael Mann ha vuelto y me ha hecho olvidar por completo Corrupción en Miami. Y eso es una espléndida noticia.

miércoles, septiembre 02, 2009

'Arrástrame al infierno' no es 'Posesión infernal'

Sam Raimi vuelve al terror, tras un largo paréntesis en su carrera dedicado a Spider-Man, con Arrástrame al infierno. Muchos esperaban este regreso porque el precedente es una de las sagas más populares que mezclan el cine de terror y el humor más macabro, la que inició con Posesión infernal hace ya casi tres décadas. Pero este regreso se produce sólo a medias. No hay en Arrástrame al infierno las dosis de humor a las que nos acostumbró Raimi en sus inicios como director, y, así, su última película se arrastra en demasiadas ocasiones en el tópico más tópico del cine de terror, en lo previsible del cine moderno y en lo simple de un guión al que le faltan un par de vueltas. Entretiene y asusta (¿qué sería del cine de terror sin el susto acentuado por la música?; o, dicho de otra forma, ¿por qué todos los directores caen en una forma tan fácil y tramposa de asustar a la audiencia?), pero podía haber dado más de sí. ¿Se habrá ascotumbrado Raimi definitivamente al cine más comercial y habrá enterrado su faceta más gamberra? No del todo, pero lo que está claro es que no estamos ante Posesión infernal.

Seguimos las andanzas de Christine Brown, una joven empleada de banco (Alison Lohman, la quinceañera que utilizó Ridley Scott en la interesante Los impostores, ya convertida en veinteañera). El primer toque gamberro, quizá el más inteligente y quizá, por desgracia, el que más desapercibido pasa en la película, es que su pesadilla comienza gracias a una hipoteca. ¿Quería Sam Raimi hacer una metáfora de la crisis económica actual? No lo sé, seguramente no, pero quizá no estaríamos en la situación en la que estamos si más de un banquero se enfrentara a la odisea que esa hipoteca le hace vivir a esta muchacha. También es apasionante el retrato familiar y, sobre todo, el del mundo laboral. La joven atractiva y el trepa inmigrante luchan por un puesto. Y la decisión está en manos de un jefe tan inepto como personalmente sobornable. Una pena que la película no nos quiera contar esto, más allá de la introducción. Pero, claro, es difícil encajar demonios, maldiciones y muertos en un cuento económico de terror. ¿O no...?

El caso es que Sam Raimi se decanta, como es lógico, por los derroteros que ya apunta en el prólogo aterrador y misterioso de la película. Los prólogos se están convirtiendo en una remora en la que caen casi todas las películas del género. Quizá buscan impresionar como hizo El exorcista hace ya muchísimos años, pero en realidad acaban desvirtuando sus propias películas. Aquí sucede. Aquí vemos en dos minutos lo mismo que a la protagonista le sucede en hora y media, y eso resta credibilidad al resto. Claro que, bien pensado, la credibilidad no es el objetivo de esta película. ¿Y cuál es? Supongo que pegar un par de saltos en la butaca mientras el director disfruta haciendo sufrir a la protagonista. Y eso lo consigue. ¿Empatía con Christine? A ratos. Yo la perdí en la escena más desaprovechada de la película, cuando la joven averigua que puede transmitir la maldición que le acosa a cualquiera otra persona y se plante a quién pasársela. El debate filosófico de a quién condenarías al infierno para librarte tú mismo se diluye como un azucarillo.

Los puntos fuertes de Arrástrame al infierno están en el Sam Raimi gamberro que los viejos fans de sus películas quieren ver. En escenas enteras (la lucha entre Christine y la anciana en el coche es de lo mejor que ha rodado Raimi, una secuencia tan absurda y desquiciada, tan propia de Posesión infernal -y de su protagonista, Ash, interpretado por un Bruce Campbell que por desgracia no tiene cameo en esta película como suele ser habitual en el cine de Raimi-, como aterradora) y en pequeños detalles (el director del banco, bañado en sangre de su empleada, preguntando "¿me ha entrado algo en la boca?"). En el Raimi más gamberro, en el director que nos ofrece un final (algo previsible, eso sí) que encaja perfectamente en el cine con el que él disfruta. También es notable el juego visual de sombras (que no se había explotado tanto desde que Francis Ford Coppola lo convirtiera en base imprescindible de su maravilloso Dracula), en la línea más clásica de enseñar al monstruo lo menos posible.

El guión, obra del propio Raimi, está escrito desde que el director finalizó El ejército de las tinieblas, tercera entrega de la saga de Posesión infernal. Pero aunque se marque alguna broma privada (¿no recuerda demasiado a la casa de su mítica saga la que el novio de Christine le describe para pasar un fin de semana...?), no parecen obras consecutivas. Se nota mucho que Raimi se alejó de su gamberrismo de terror hace más de quince años para abrazar la maquinaria de Holywood. No es que Arrástrame al infierno sea una película políticamente correcta, ni mucho menos, y de hecho, la base de usar sangre y otros líquidos para generar angustia sigue de lo más presente (la dentadura de la anciana da su juego...), pero, insisto, no es Posesión infernal. Parte del encanto se ha perdido también con el mundo digital. El Raimi gamberro necesita trucajes físicos, no unos ojos digitales que se salen de las órbitas.

Con todo, entretiene. Es exactamente lo que uno va a ver. Una película de terror con el sello Raimi, con algunos (menos de los deseados) toques de humor macabro y un castigo continua a una protagonista interesante. Los debates morales que la historia puede abrir no le interesan a Sam Raimi. Probablemente tampoco a la mayoría de sus espectadores potenciales. A mí me hubiera gustado ver algo más de eso. Pero se ve a gusto. ¿O es a disgusto...?