lunes, enero 19, 2009

'Cuestión de honor', eficaz pero rutinaria

Cuestión de honor tiene un problema de base. Que ya la hemos visto muchas, muchísimas veces. La mezcla entre policía, familia y corrupción está ya muy trillada en el cine norteamericano de los últimos 30 años, y desde que Canción triste de Hill Street se convirtiera en una de las series míticas de los años 80, también en la televisión. Esta película iba a hacerse en 2001, pero los atentados del 11-S hicieron que se pospusiera. Los productores pensaron que no iba a tener buena acogida una película que daba una imagen corrupta del cuerpo de policía de Nueva York, cuando la sociedad estaba ensalzando los valores más heróicos de sus fuerzas de seguridad. Que se haga hoy es otra demostración más de que el cine americano va superando el trauma de aquella aciaga jornada. Y eso es siempre una buena noticia.

Y tiene un segundo problema. El guión tiene algunas lagunas, los personajes entran y salen en la historia a conveniencia y el final es forzado y, por qué no decirlo, un tanto ridículo. Pero salvando estos defectos, y admitiendo que es algo decepcionante (una de esas películas que en el trailer parece que van a marcar una época pero que después se quedan en un sencillo entretenimiento), es un correcto policiaco al que la parte interpretativa le da cierto nivel pero que no pasará precisamente a la historia. Se queda en un título eficaz, pero a la vez rutinario. Uno de muchos que no marca diferencias, que no inventa, que no perdurará en la memoria. Se disfruta, pero es olvidable.

Cuando se empezó a hablar del proyecto allá por el comienzo de la década, los actores escogidos para los papeles principales eran Mark Wahlberg y Hugh Jackman. Y Nick Nolte fue elegido para interpretar al patriarca de esta familia de policías, pero una vieja lesión en la rodilla le impidió hacer el papel. Gusta mucho pensar qué habrían hecho otros actores con los mismos personajes, pero en este caso es difícil que la imaginación vaya tan lejos por el buen trabajo de los finalmente escogidos. Edward Norton, Collin Farrell, Jon Voigth y el más desconocido pero igualmente interesante Noah Emmerich (hace ya mucho que disfruté con él en El show de Truman) conforman un reparto sólido. Destaca Norton (como casi siempre), Voight le pone clase (se gusta últimamente en personajes secundarios similares a éste) y sorprende Farrell. No es un actor que me llame la atención, pero aquí, creo que por primera vez, me ha convencido.

Lo mejor que tiene Cuestión de honor es su atmósfera. A eso ayuda una magnífica música de Mark Isham (un compositor que descoloca mucho; a veces aburrido, a veces brillante y acertado en todo como aquí) y el escenario, el Nueva York adecuado para esta historia (no el Nueva York del mejor Scorsese, pero sí un Nueva York creíble, agobiante y familiar a partes iguales en función de la escena que estemos viendo). Eso compensa las lagunas en la historia que comentaba antes. Se desaprovechan personajes como la esposa de Colin Farrell o el periodista que investiga la trama de corrupción, y otros, como el de Norton, desaparecen de la trama cuando interesa desarrollar otras facetas de la historia. Pero el final... El final se carga en parte todo lo conseguido en las dos horas anteriores. Demasiado fácil. Demasiado políticamente correcto. Demasiado prefabricado. Y, de largo, lo más inverosímil de todo el filme.

Lo de los títulos en España, por cierto, empieza a ser digno de estudio. Pride and glory es el título original de esta película. Orgullo y gloria. ¿Cómo hemos llegado a la conclusión de que Cuestión de honor es un título más acertado?

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